Kamchatka

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76. Donde jugamos al TEG y doy vuelta la suerte, o casi

Esa fue la noche del partido histórico.

Después de cenar despejamos la mesa del comedor y nos trenzamos al TEG papá y yo, el capitán Nemo versus Harry Houdini. A muerte, como siempre. Pero esta vez algo se apartó de su curso habitual. Empecé ganando. Y seguí ganando. Por paliza. Mis dados parecían mágicos. No podía parar de sacarme seis, seis, seis. El ejército azul se expandía sobre el planeta, devorando semillas de sandía. (Los ejércitos negros de papá, que se embroncaba cuando yo los llamaba así.) Enseguida conquisté continentes. Los conservé y empecé a recibir ejércitos extra a cada vuelta. Después pegué dos cambios de tarjetas seguidos, la primera vez fueron tres tarjetas de globos aerostáticas, la segunda fueron tres tarjetas distintas entre sí: el globo, el cañón, la fragata. Papá se contuvo a duras penas. No le gusta perder ni a la escoba de quince. Si mamá no se hubiese instalado a mi lado para fiscalizar el procedimiento, creo que habría encontrado —o inventado— alguna excusa para anular la partida por motivos técnicos.

Al cabo de un par de horas, yo dominaba cuarenta y nueve países, ¡cuarenta y nueve!, y papá sólo uno. Un país de Asia, bien arriba y a la derecha, que tenía puentes con Japón y con Alaska. Un lugar remoto, y por ende exótico, con nombre que suena a entrecruzarse de espadas.

Todo lo que papá tenía era Kamchatka.

Fue allí donde mis ejércitos mordieron el polvo. Carga tras carga, los dados de papá rechazaron los míos. Mis tiros más afortunados se encontraron con oportunos bloqueos. Abroquelados en su mínimo bastión, los ejércitos de papá resistían de forma consistente. Sacrifiqué batallones a lo pavo. Me quedé sin fichas con que atacar desde Siberia y Taimir, desde China y Japón, desde Alaska. Tuve que parar y reagrupar. Mamá le hacía gestos a papá, como si jugase al oficio mudo, para que se entregase de una buena vez. No sé qué le hacía suponer que yo no me daba cuenta. Papá respondía con idéntica falta de recato, encogiendo los hombros, alzando las cejas, abriendo los brazos, un repertorio mímico con que trataba de expresar su incapacidad de controlar los dados —y de cambiar la suerte en mi favor.

En la ronda siguiente apilé todos mis nuevos ejércitos alrededor de Kamchatka. La desproporción era atroz y prenunciaba una masacre. Pero el esquema volvió a repetirse, sólo que ahora corregido y aumentado. Perdí cada ejército puesto en juego. Mi mala racha me dejaba sin habla. Parecía cosa de una maldición, como si en nuestra batalla debiera por mandato repetirse el curso de otras, David contra Goliat, los trescientos contra los persas en las Termópilas.

Siguieron las rondas y siguió el maleficio. El reloj dejó de dar muchas campanadas y empezó a sonar de forma escueta, con gongs que, lúgubres, describían mi condena.

«¿Querés que te explique?», dijo papá, ahogando un bostezo.

Yo le contesté de mala manera y seguí jugando.

Estuvimos horas así. Kamchatka contra el resto del mundo.

En algún momento mamá se fue a dormir. En otro momento pedí permiso para ir al baño y cambié mi camisa por la remera naranja, creyendo que ese amuleto me otorgaría la victoria.

Fue inútil.

Debo haberme quedado dormido sobre la mesa, como un imbécil, prefiriendo el desmayo a la aceptación de mi derrota. Hubo un sueño inquieto en el que todavía viajaba en tren mientras luchaba contra el sueño, un sueño donde luchaba contra el sueño porque si me dormía iba a perderme la estación en que debía bajar, si me dormía me iba a perder, si me dormía iba a perder.

A la mañana siguiente papá cantó zafarrancho de combate.

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