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Primera hora: Biología » 13. Entra el Enano

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13. Entra el Enano

El Enano nos esperaba en el Citroën. Estaba sentadito en su sitio, el flequillo hasta las cejas, vestido con el delantal a cuadrillé del preescolar. No hizo gesto alguno mientras entrábamos al auto, como si todavía no hubiésemos llegado o si viviese en un tiempo distinto del nuestro, próximo pero no idéntico.

No quise molestarlo. Seguía ensimismado. Dos segundos después me reventó la cabeza con su bolsa de la vianda.

Según los científicos, un agujero negro es una región oscura que absorbe la materia y la radiación que encuentra a su paso. Una suerte de aspiradora estelar. Hasta ahora no han podido probar su existencia, pero hay elementos para darla por cierta; uno de ellos es la existencia del Enano, un prodigio de energía negativa.

El Enano destruía todo lo que caía dentro de su radio de acción. Su lenguaje corporal no era violento, pero las cosas parecían desintegrarse con su solo toque. Aunque la volteara con delicadeza, la página del libro que acababa de prestarle se desprendía y quedaba entre sus dedos. Aunque no hiciera más que girar en círculos, mi Spitfire a escala empezaba a perder piezas en sus manos como si sufriese una súbita fatiga de material o el pegamento se transmutase en agua. Aunque no se moviese de mi lado, los accesorios de mis soldaditos medievales —cascos, picas, espadas, escudos— se perdían inexorablemente y ya no aparecían por más que la búsqueda se volviese exhaustiva e implicase a mamá, papá, un cedazo y un contador Geiger.

El fenómeno era flagrante. Hasta mamá, que solía minimizarlo para aligerar mis pérdidas, debe haberle dado vueltas en su cabeza en busca de una explicación científica.

Y sin embargo, para tratarse de un adalid del caos el Enano era muy apegado a una serie de objetos y rituales que pretendía invariables. Le gustaban esas sábanas y ese pijama, que debían ser lavados y secados durante el día para estar disponibles a la hora de dormir. Le gustaba preparar su chocolatada con leche Las Tres Niñas y un polvo marrón llamado Nesquik, de acuerdo a una técnica que implicaba verter la leche desde determinada altura y revolver tan sólo cuatro veces —por supuesto, en ese vaso con piquito.

A pesar de tanto elemento combustible, la química de nuestra relación conservó siempre un equilibrio estable. Cuando todavía no teníamos combinado, por ejemplo, yo llamaba a la casa de Ana, la prima de mamá, y le pedía que nos pusiese un disco de Los Beatles. Ella encendía su Ranser, ponía un simple que tenía dos temas de cada lado (La vi parada ahí, Cadenas, Anna y Miseria) y el Enano y yo nos quedábamos así, en silencio, compartiendo el tubo mientras la música nos llegaba por el auricular desde la avenida Santa Fe.

Cuando el disco llegaba a su fin, el Enano era el primero en gritar «otra vez».

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