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Primera hora: Biología » 16. Entra David Vincent

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16. Entra David Vincent

Llegamos a la casa de los amigos de mamá a tiempo para ver Los invasores. La amiga nos dejó frente al televisor, mientras mamá bajaba a comprar leche y Nesquik para aplacar la desazón del Enano.

Los invasores era la serie que más nos gustaba. Su protagonista, el arquitecto David Vincent, es el único que sabe que los extraterrestres han invadido el planeta de forma secreta, adoptando exteriormente la forma humana. Por supuesto, nadie le cree. ¿Cómo va alguien a creer que este señor gordito y aquella chica rubia son extraterrestres, si parecen tan comunes y tan simpáticos y hablan tan bien el español? (Las series llegaban con doblaje, como el documental de la señorita Barbeito.) Pero David Vincent tiene un as en su manga: él sabe que por un defecto de fabricación o algo así, los extraterrestres con forma humana no pueden doblar el meñique. Lo tienen rígido. Y cuando uno los mata, caen y se desintegran, dejando en el piso una aureola oscura, como si alguien hubiese escondido debajo de ellos la basura que barrió del suelo.

En los años cincuenta, las fantasías paranoicas al estilo La invasión de los usurpadores de cuerpos tenían razón de ser en el contexto de la guerra fría. Detrás de la fachada de cada happy american podía esconderse un comunista, conspirando para asfixiar el tejido de la democracia y reemplazarlo por una colmena de autómatas. Pero en los setenta Los invasores era apenas un ejercicio de género, una producción modesta, protagonizada por un actor hierático a quien Hollywood solía contratar para hacer de nazi. Sin embargo, el simple argumento de Los invasores resonaba en la porción más menuda de su público. Cualquier niño que asomaba por primera vez al mundo se reconocía en la historia de David Vincent, el hombre que observa cada cara desconocida y se pregunta si será amigo o enemigo, su aliado o su némesis; la clase de nota musical que hubiésemos producido de haber sido diapasones.

Como las mejores series, Los invasores otorgaba la posibilidad de ser trasladada lejos de la pantalla, a los dominios del juego. El Enano y yo vigilábamos meñiques ajenos, en busca de extraterrestres camuflados. Los restaurantes eran sitios de buena cosecha, en un tiempo en que todavía beber de copa o taza con el meñique extendido era signo de pretendida distinción.

Nunca imaginamos que en algún momento el juego iba a volverse serio, y que miraríamos cada rostro, cada mano tendida, en busca de una señal que nos confirmase si estábamos en presencia del enemigo.

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