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Primera hora: Biología » 18. Sirenas

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18. Sirenas

Esa noche desperté sobre el edredón que me separaba apenas del suelo duro y descubrí que papá ya no estaba a mi lado, donde dormía cuando mis ojos se cerraron. El cuarto seguía en penumbras. Olía a zapatillas transpiradas.

Papá y mamá estaban sentados sobre el piso frío, en un rincón de la habitación. Mamá había levantado la persiana unos centímetros y miraba la calle a través de las hendijas, iluminada apenas por el resplandor de los faroles. Vestía un camisón que no le conocía y estaba descalza. Uno de sus pies hacía un pat pat pat constante contra el suelo. Papá estaba a su lado, en camiseta y calzoncillos, mirando la nada. Así vestido, o en todo caso desvestido, se parecía más que nunca al Enano. El pelo aplastado, el ensimismamiento. Le faltaba el Goofy, nomás.

Papá y mamá estaban tan próximos como podían estarlo sus cuerpos, y a la vez se veían increíblemente distantes.

Entonces se oyó el ulular de una sirena, remoto pero claro en el mutis de la madrugada. No sé si era una ambulancia o un patrullero. Papá y mamá reaccionaron al unísono, otra vez conectados, espiando a través de la persiana, como si de veras pudiesen ver algo más que sombras y las luces de la calle.

«¿Ves algo?», susurró papá.

Mamá lo obligó a callar.

En cuestión de segundos la sirena se perdió tal como había aparecido, un dolor que no pertenecía a nuestro mundo, que nos había rozado sin elegirnos. El silencio se hizo transparente y volví a escuchar el pat pat pat del pie de mamá y la respiración y un corazón que supongo era el mío.

En un hilo de voz, papá le dijo a mamá que durmiese aunque más no fuese un rato, un par de horas por lo menos, que mañana por la mañana la necesitaba lúcida porque el día iba a ser largo y había tanto por hacer y estábamos nosotros, va a haber que hamacarse con los chicos, te imaginás.

Mamá le dio la razón y encendió otro cigarrillo. Cuanto más fuerte pitaba, más roja era la brasa. Pensé que se había vuelto loca, porque se inclinó contra la persiana y la besó. En realidad exhalaba a través de las rendijas. No quería llenar de humo la habitación.

Tuve el impulso de levantarme e ir donde ellos. Abrazarlos, decir alguna pavada, incorporarme a la vigilia y espiar a través de las rendijas y cuando las campanas de la iglesia sonaran decir las tres han dado y sereno, como se estilaba cuando Buenos Aires era una colonia.

Creo que quería protegerlos. Fue la primera vez.

Pero pensé que papá me diría lo mismo que a mamá, que me soltaría una perorata sobre el valor del buen descanso y me mandaría de regreso a mi flaco edredón y mi dolor de huesos.

Cerré los ojos para disimular y terminé durmiéndome otra vez.

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