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Segunda hora: Geografía » 19. Ours was the marsh country

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19. Ours was the marsh country

Durante siglos, nadie quiso vivir en la región en que hoy se alza Buenos Aires.

Los indígenas le daban la espalda. Preferían el verde de las pampas al aire insalubre de los bañados, esa zona que no es agua ni es tierra ni es nada. Cuando los conquistadores arribaron por mar, los acosaron más por curiosidad que por deseo y finalmente los dejaron solos, previendo el desenlace. Encerrados en sus fortalezas, los europeos sucumbieron a la peste y al hambre y se devoraron los unos a los otros. El suelo sobre el que vivimos guarda en su química la memoria de aquellos caníbales. No sé si esto es una historia a secas o si sugiere un destino.

Cuando los nativos del continente aspiraron a la gloria, eligieron la proximidad del otro océano, el Pacífico. Lima era dorada en manos de los incas mientras Buenos Aires seguía siendo un pantano. Y cuando Europa sentó sus reales en América del Sur, prefirió también la línea que unía México con el Alto Perú. Buenos Aires era apenas un último recurso, el pueblo en el límite, el bastión que marcaba la frontera que separaba de la barbarie. ¿O quedaba más bien del otro lado de la frontera, como capital del reino salvaje?

Lo único cierto es que nadie quería venir a Buenos Aires. Hasta su nombre sonaba a broma de mal gusto. El aire aquí era malsano, pesado y húmedo. Se respiraba agua. Bueyes y carretas se hundían en el barro. Ese clima opresivo seguía reinando en 1947, cuando Lawrence Durrell describía en sus cartas a Buenos Aires como un sitio «plano y melancólico… de aire maloliente,» donde los poderosos se disputan como fieras las pocas riquezas y «los débiles son descartados… Cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad está tratando de salir de aquí, incluido yo». Para que no cupiese duda alguna sobre el efecto que Buenos Aires producía sobre su alma, Durrell escribió también que «nunca he reflexionado sobre el suicidio tan en extenso, con tanta consistencia y con tanta fijeza de objetivo, como aquí».

En los papeles, Buenos Aires se presentaba como una maravillosa oportunidad para los poderes imperiales del siglo XVIII. Era el último puerto sobre el Atlántico antes del Cabo de Hornos y la vía de acceso a una red de ríos que podía llevarlos al corazón del continente. Los ríos significaban comercio y el comercio sólo produciría riquezas, civilización, cultura. Pero en la práctica Buenos Aires era una pesadilla. El Río de la Plata tenía escasa profundidad, dificultando la llegada de grandes naves. Las aguas interiores existían, pero presentaban todavía mayores problemas a la navegación. El conflicto entre la idea Buenos Aires y la Buenos Aires real quedó de manifiesto ya en aquel entonces, y todavía no ha sido resuelto; la tensión entre lo que podríamos ser y lo que somos nos inmoviliza, la nave encallada sobre un lecho barroso.

A veces pienso que todo lo que hay que saber en esta vida se encuentra en los libros de geografía. Nos cuentan cómo se formó la Tierra y el proceso que transcurrió entre aquella masa de energía incandescente de los comienzos y el equilibrio al que por fin llegó; una búsqueda de siglos y más siglos. Nos cuentan cómo se sucedieron las capas geológicas sobre el planeta, una encima de la otra, creando un modelo de desarrollo que se extendería a todas las instancias de la vida.

(En algún sentido nosotros también nos desarrollamos por capas. Nuestra encarnación más nueva envuelve a la anterior, pero a menudo hay fracturas o erupciones que traen a la superficie elementos que creíamos enterrados en nosotros, con la fuerza de un surtidor.)

Los libros de geografía nos enseñan dónde vivimos, de una forma que nos permite ver más allá de las narices. Nuestra ciudad forma parte de un Estado, nuestro Estado forma parte de un continente, nuestro continente está ubicado en un hemisferio, nuestro hemisferio está bañado por ciertos mares y nuestros mares forman parte vital del planeta todo: no se puede concebir lo uno sin los otros. Los mapas físicos revelan lo que los mapas políticos encubren: que toda la tierra es igualmente tierra y que todas las aguas son igualmente aguas. Hay tierras más altas y más bajas, más húmedas y más secas, pero siempre tierras. Hay aguas más frías y más cálidas, más superficiales y más profundas, pero siempre aguas. Por encima de ellas toda división artificial, como la de los mapas políticos, huele a violencia.

Toda la gente que vive sobre esas tierras es igualmente gente. Más negra o más blanca, más alta o más baja, pero gente. Idéntica en esencia y distinta en lo particular, porque (los libros de geografía nos lo enseñan) el punto de la Tierra que nos cupo en suerte es el molde sobre el que se verterá nuestra materia, tan incandescente como lo fue en su momento el planeta original. Las formas que adoptaremos serán variaciones de la forma del lugar. Tenderemos a ser plácidos si crecemos en los trópicos, parcos si crecemos cerca de los polos, sanguíneos si nuestra estirpe es mediterránea. Algo de eso intuía Durrell en sus cartas, cuando señalaba los rasgos de la planicie y la melancolía: que el lugar Buenos Aires lo ponía en la disyuntiva de adaptarse a él o morir, como las bacterias frente al oxígeno nuevo; debía convertir ese veneno en su aire. Durrell se fue, pero nosotros, que nos quedamos, hemos desarrollado la sensibilidad adecuada. Algunas de las formas de nuestra adaptación resultaron tan admirables como las de las bacterias. El tango, por ejemplo. Una música de tristeza báltica, que expresa la llanura y el vapor y la nostalgia que tanto nos diferencian del resto de Hispanoamérica. En esto discrepo con el abuelo: yo pienso que lo de Piazzolla es tango. Pero para llegar a esta conclusión necesité de los libros de geografía.

Entre aquellos bañados de los orígenes y la Buenos Aires de hoy han transcurrido siglos, pero el tiempo es la más relativa de todas las medidas. (El tiempo ocurre todo junto, creo yo.) Seguimos siendo criaturas imprecisas, como lábil era la línea de lodo de la costa. Seguimos siendo criaturas de barro, el soplo divino todavía fresco en las mejillas. Seguimos siendo anfibios, deseando el agua cuando estamos en tierra y deseando la tierra mientras nadamos en el agua oscura.

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