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21. La casa misteriosa

Al decir que la casa era misteriosa, papá puso mi imaginación en movimiento. La había soñado oscura y húmeda, un chalet inglés de dos plantas, los muros cubiertos por hiedras que escondían miles de arañas de patas muy largas. Apenas llegásemos, mi mirada inquisidora descubriría una ventana clausurada en las alturas, casi a la altura de la chimenea. Ninguna de las escaleras me llevaría hasta el cuarto oculto. Un vecino convendría conmigo que, en efecto, la ventana clausurada era un enigma, y me preguntaría si no sabía qué había sido de los anteriores moradores, una familia tan extraña…

La casa real era muy distinta. Chata, sencilla, con forma de caja y techo alquitranado. Parecía más un compromiso con la realidad que con la arquitectura. Sus paredes estaban pintadas con cal; daba la sensación de que no la habían terminado.

Entré en la casa casi desnudo, envuelto en un toallón blanco y enorme que todavía tenía la etiqueta con el precio. Estaba mojado y me picaba la piel de todo el cuerpo, una reacción a las agujas de los pinos. Papá y mamá circulaban constantemente, entrando bolsas de supermercado y saliendo a buscar más. Para que el Enano no molestase —era más temible cuando quería ayudar que cuando se apartaba de los quehaceres familiares—, lo habían sentado frente al televisor, un viejo Philco que tenía una antena encima y cuyas perillas se salían apenas las tocabas.

La casa estaba armada con rezagos y muebles de segunda mano, sin importar estilos ni colores. Tan sólo el living tenía un sofá imitación francesa y dos sillones individuales, uno de pino y el otro de algarrobo. La mesa baja estaba hecha con cañas y la estantería de la TV estaba revestida en fórmica naranja.

Papá se quedó prendado de un reloj de pie que no funcionaba. Metió la mano adentro y lo hizo sonar, dang dang dang sus campanadas, un poquito solemnes y un poquito mágicas.

Todas las casas se quedan con algo de sus moradores. La gente deja jirones por donde pasa, del mismo modo en que renueva su piel constantemente y sin siquiera advertirlo. No importa cuán rigurosa haya sido la mudanza y cuán exhaustiva la limpieza de la casa vacía. Aunque los pisos huelan a cera y las paredes hayan sido blanqueadas, el ojo atento leerá las señales de la historia. El suelo gastado allí donde más se lo transitaba, e intacto delante de la habitación de aquel que se fue. Una muesca oscura sobre el alféizar de la ventana, donde alguien solía apoyar el cigarrillo mientras contemplaba el parque. Las marcas sobre el piso que revelan el emplazamiento original del sofá.

Nada sabíamos de los dueños del lugar. Todo lo que papá dijo fue que se la prestó alguien a quien se la habían prestado primero. Quizás el misterio tenía que ver con ese costado del asunto. ¿De dónde salía tan extraña generosidad? ¿A quién pertenecían las marcas de cigarrillo: al dueño o alguno de sus huéspedes fugaces? ¿Por qué había tantas señales de una habitación reciente: mayonesa en la heladera con fecha no vencida, una revista de marzo pasado? ¿Quiénes fueron los últimos en instalarse allí, cuánto tiempo estuvieron y en qué circunstancias debieron partir?

Todavía mojado, comencé a buscar señales ocultas. Mamá dijo que parecía un fantasma de tela de toalla y pidió que me secase de una vez, que estaba empapando toda la casa.

Primero revisé el living y el comedor. Abrí la puerta de todos los muebles y todos los cajones. No encontré nada personal. Uno de los cajones estaba forrado por dentro con un papel que me sedujo: galeras, conejos, varitas, elementos de la magia de salón. Pensé en la palabra con que Bertuccio me había puesto al borde de la derrota y me pregunté dónde había dejado el papelito con sus garabatos. Creí recordar que estaba en el bolsillo de mi pantalón; eso me tranquilizó.

Había un combinado viejo, con una bandeja giradiscos que parecía todavía más barata que el mueble que la sostenía. El estante inferior estaba lleno de simples. No había nada que me gustara, básicamente estupideces instrumentales de Ray Conniff y Alain Debray y algunos cantantes de los que no había oído hablar nunca, como Matt Monro y ese otro con nombre de trabalenguas, Engelbert Humperdinck. Fue el disquito de Engelbert el que se salió de su sobre, cayendo al suelo. Me agaché para recuperarlo y descubrí algo extraño allá al fondo, debajo del combinado. Un papel que parecía haber resbalado detrás del mueble para quedarse encajado entre el zócalo de madera y la pared misma.

Era una postal de Mar del Plata, la típica imagen de la rambla. La fecha correspondía a ese mismo verano, enero del 76. Las líneas eran escuetas y la redacción pobre. Querido Pedrito, esperamos que estés pasando unas lindas vacaciones. A veces viene bien divertirse un poco. Te podrías venir a pasar unos días acá. Decile a mami. Cualquier cosa llamen. Podrían venir los dos. Sabés cuánto te queremos. Un beso. Y firmaban Beba y China.

¿Quién era Pedrito? ¿Sería un niño, tal como el texto parecía indicarlo? Y lo que era más perturbador aún, ¿qué quería decir ese a veces viene bien divertirse un poco? ¿Era Pedrito un niño muy serio, simplemente? ¿Era Pedrito un niño especial? (Deformidades, poderes extrasensoriales, pústulas sobre la piel; la clase de cosas que hace que una familia encierre a su niño en un ático para el que no hay acceso visible.) ¿O había algún drama en su pasado, bajo cuya sombra vivía para pesar de Beba y China?

Me llevé la postal conmigo, un fantasma húmedo buscando la intimidad de su habitación.

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