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24. Clandestinos

Al hacer el asado, papá cometió un doble error. Como se había olvidado de comprar carbón, decidió proceder igual con ramas y maderitas. El fuego que preparó se consumió demasiado rápido, y por eso no sólo tuvimos que cenar carne semicruda, sino además tolerar una disertación de mamá sobre las diferencias de la combustión entre las maderas y el carbón vegetal.

El Enano y yo nos abalanzamos sobre la fruta con desesperación. En general nos gustaban bananas y mandarinas porque se las podía pelar con los dedos, o bien uvas, de las que podíamos dar cuenta por nuestros propios medios; a diferencia de otras madres —la de Bertuccio, por ejemplo—, mamá era incapaz de pelarnos una maldita naranja. Pero esa noche el hambre era demasiada, y hubiésemos estado dispuestos a pelar un coco con los dientes de haber sido necesario.

Optamos por manzanas. El Enano comenzó a masacrar la suya. Mamá prendió un cigarrillo y carraspeó.

Fue entonces cuando nos habló de las nuevas reglas. Dijo que no sabía cuánto tiempo íbamos a quedarnos en la quinta. Podían ser tres días, una semana o más. Que de momento no íbamos a volver al colegio. Que por lo pronto el lunes ella tenía que ir al laboratorio, pero que papá podía tomarse unos días más y quedarse con nosotros.

En estas circunstancias había una primera serie de reglas que atender. Por ejemplo, nunca meterse en la pileta sin avisar a los mayores. Nunca abrir la heladera o encender la tele cuando todavía estamos mojados o descalzos. Y como la quinta no tenía agua corriente sino agua de tanque, estaba prohibido beber de la canilla, tardar más de diez minutos debajo de la ducha y dejar correr el agua porque sí cuando no era imprescindible. (Este último dato significaba una responsabilidad adicional para mí, que era el mayor: mamá prometió enseñarme cómo llenar el tanque cuando se vaciaba.)

Pero además había otro tipo de reglas, vinculadas a la peculiaridad de nuestra condición de clandestinos. Mamá nos prohibió que utilizásemos el teléfono, por ejemplo. No debíamos atenderlo, siquiera, y mucho menos llamar a nadie por las nuestras. No podíamos llamar a Ana, a la abuela Matilde ni a Dorrego. Y tampoco podía llamar a Bertuccio, bajo ninguna circunstancia. (Esto fue debidamente remarcado con tonos graves y miradas fijas.) Nos convenía pensar que estábamos de vacaciones en una isla tan distante como desierta, donde no había más turistas que nosotros ni correo ni líneas telefónicas y de la que saldríamos en el momento preciso, ni un minuto antes ni un minuto después, cuando viniese por nosotros el mismo barco que nos había traído.

El Enano quiso saber si en la isla había televisión. Mamá dijo que sí y el Enano alzó los brazos, triunfal, agitando el cuchillo en el que todavía había restos de la manzana inmolada.

Yo alegué que nadie se va de vacaciones sin un bolsito, siquiera. Que en todo caso lo nuestro era un naufragio. (La palabra naufragio los puso nerviosos, y más aún cuando vieron que el Enano también se alteraba.) Les dije que nadie puede disfrutar de unas vacaciones que tiene que pasar siempre con la misma ropa y los mismos zapatos y sin nada para leer y sin el TEG y sin los soldaditos y sin el Goofy —fue un golpe bajo, lo admito— y sin amigos y…

Papá terció entonces para aclarar que apenas el aire se limpiase un poco, pasaría por casa a recoger algunas cosas o enviaría a alguien con las llaves y una lista. Pero en la incertidumbre de la isla nueva, me negué a considerar el anuncio como algo tranquilizador. ¿Quién sabía cuánto tardaría en disiparse la bruma que nos aislaba de la civilización?

Hubo un intercambio de miradas entre nuestros mayores, al término del cual papá se levantó de la mesa. Durante un instante pensé que se trataba de una admisión de derrota (y en este caso, papá derrotado significaba que todos lo estábamos), pero enseguida volvió de su habitación con una bolsa y le dio al Enano un paquete y a mí otro, envueltos en brillante papel de regalo.

Mi regalo era un TEG nuevo. ¡Estaba salvado! Lindo y limpio y flamante y perfecto, lo tenía todo, tablero y dados, fichas e instrucciones, todo.

«Cuando quieras perder otra vez, avisame», dijo papá.

El regalo del Enano era un Goofy. Arrancó el papel a lo bestia y apenas se dio cuenta de su contenido gritó de emoción. Papá y mamá suspiraron, aliviados. Pero yo me di cuenta de inmediato de que ese Goofy iba a traer más problemas que soluciones.

El Enano empezó a sacudir al muñeco y puso cara de preocupado. Miró a papá y a mamá, que no comprendían, y les preguntó qué le pasaba a Goofy; este Goofy está enfermo, dijo.

El Goofy original del Enano era de peluche. El Goofy nuevo era de plástico duro.

No sólo se trataba de una cuestión afectiva (a diferencia del TEG, infinitamente reemplazable, el Goofy era un muñeco antropomórfico y por tanto generaba una relación personal e intransferible), sino también de practicidad. El Enano dormía con el Goofy en brazos. Y una cosa era dormir con un peluchito tierno y gastado y otra muy distinta apoyar la cara contra una superficie rígida e irregular. A todos los niños les gustan los camiones de juguete, pero ninguno los usa como almohada.

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