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Segunda hora: Geografía » 27. Encontramos un cadáver

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27. Encontramos un cadáver

Al día siguiente, cuando el Enano y yo obtuvimos permiso para tirarnos a la pileta, descubrimos que alguien se nos había adelantado. Flotando entre las hojas, tieso como una estatua de yeso, había un enorme sapo.

«Yo no me meto más», dijo el Enano.

Utilicé la red para rescatar al sapo del agua. En efecto, estaba muerto, las patas bien abiertas, listo para la parrilla.

Los sapos son criaturas horrendas y desagradables. Contemplen esos ojitos negros, ese tinte cruel, basáltico. Observen esa piel fría y húmeda y a la vez llena de pústulas y rugosidades, esas membranas entre los dedos, la flexibilidad casi humana de sus patas traseras…

«Alguna vez nosotros nos parecimos a este sapo», dije.

«No empecemos», dijo el Enano.

«Hace miles de años, en serio. Vivíamos en el agua y salimos a probar suerte en la tierra. Primero asomamos la cabeza, después nos quedamos un rato en la playa…»

«Le voy a decir a mamá.»

«Algunos de esos bichos se quedaron en el agua y siguieron siendo acuáticos. Otros se acostumbraron a tener un pie en cada lado y se volvieron anfibios, como los sapos, que andan un rato en el agua y un rato en la tierra. Si se quedan demasiado tiempo en un solo lado se mueren, como este.»

«¿Un sapo se puede morir ahogado?»

«Se ve que este vio el agua de la pileta y se tiró, creyendo que era un charco o una laguna, y después se dio cuenta de que estaba atrapado. Los charcos y las lagunas tienen playita. Uno puede meterse de a poco y salir de a poco. Las piletas son así, paf, abruptas: o estás adentro o estás afuera. Y los sapos no saben cómo usar una escalera.»

«Hay que enterrarlo.»

«Tenés razón.»

«Hay que hacerle un velorio, antes. La abuela Matilde dice que el velorio es la parte más importante.»

«Ella dice eso porque le gustan las fiestas.»

«Dice la abuela que te velan para estar seguros de que estás muerto y no dormido.»

«Cosas de vieja. ¿Quién puede dormir mientras los parientes le lloran en el oído?»

«¿Qué diferencia hay entre un velorio y un velatorio?»

«Que yo sepa, ninguna.»

«Debe ser que en el velorio te velan y en el velatorio te velotan, te velatorian, te… ¿Estás seguro de que está muerto? ¿Y si está dormido, nomás?»

Agarré al sapo por una pata y lo levanté hasta ponerlo a la altura de la cara del Enano, que salió corriendo mientras daba aullidos y se detuvo a una distancia prudencial.

«La verdad que tiene un aire a vos», dije.

«¡Mentira!», gritó el Enano a la distancia.

Elegimos un lugar a la sombra, al pie de un árbol. Yo encontré una pala en el depósito del fondo y empecé a cavar un pozo. Mientras lo hacía seguí explicándole al Enano las cosas que la señorita Barbeito nos había enseñado con sus láminas y sus documentales, cómo a partir de los anfibios se desarrollaron especies que toman el aire directamente de la atmósfera y viven sobre tierra, la especialización en hábitats y esas cosas. El Enano me miraba con desconfianza, porque le resultaba difícil creer que todos los vertebrados compartiésemos características. Las ranas tienen gusto parecido al de los pollos, Enano, te juro. Si pelás un chimpancé va a parecer un sapo gigante, si hasta se sientan igual. Qué suerte que tenés un hermano más grande que te puede explicar todas estas cosas.

Por regla general, la realidad y sus adornos son más inverosímiles que cualquier ficción. ¿Qué escritor podría inventar un dragón de Kómodo, las amígdalas o las peculiares formas por las cuales nos reproducimos? ¿Qué imaginación concebiría los arrecifes de coral a partir de pequeños animales que excretan calcio de sus cuerpos? ¿Quién tendría el coraje de crear un mundo como el nuestro, dominado por descendientes de sapos, ranas, salamandras y tritones?

Durante la excavación y el entierro el Enano se mantuvo en silencio, registrando mis palabras, con los ojos encendidos por una luz de sospecha. Pero finalmente algo de lo que dije debe haberle prendido, porque una vez que tapé el pozo puso piedras sobre el montículo y me preguntó si los sapos también iban al cielo.

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