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Segunda hora: Geografía » 29. Nos quedamos solos

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29. Nos quedamos solos

Cuando nos despertamos, cerca del mediodía de ese lunes, mamá ya no estaba. En el comedor, papá había desarmado el viejo reloj de pie, desparramando infinidad de piezas sobre una frazada vieja y sobre la mesa del comedor y hasta encima del aparador. Parecía como si el tiempo mismo hubiese estallado en la sala, dejando jirones en cada rincón.

El Enano se preparó el Nesquik. Yo agarré una banana y me fui al parque, con el libro de Houdini debajo del brazo. (El Citroën no estaba en su lugar. Se ve que mamá lo usó.) A las doce papá puso el noticiero y subió el volumen, para poder escuchar sin tener que apartarse del reloj. Yo estaba bien lejos, pero aun así no podía dejar de oír. Nada nuevo. El Presidente esto, la Armada aquello, que las nuevas medidas económicas, que la lucha incansable contra la subversión apátrida, guerrilleros abatidos, Tucumán, dólar; lo de siempre.

El día se fue desperezando con indolencia. Ni siquiera hubo un almuerzo formal. Cuando alguno sintió hambre, fue a la heladera, agarró lo que pudo y se instaló en cualquier sitio que no hubiese sido copado aún por los resabios del tiempo. El pollo frío quedó junto al Nesquik; y al lado de los huesos, el paquete vacío de vainillas.

Por su emplazamiento estratégico frente al televisor, la mesa baja se cubrió de basura y vajilla sucia. (El criterio que primó, de común acuerdo, fue el de vaso usado, vaso descartado: cada vez que uno quería beber, iba a buscar un vaso nuevo a la cocina, y ya.) Con el correr de las horas, los desperdicios se apilaron unos sobre otros con precisión geológica. Yo me metí a la pileta cuando quise, y nadie me reconvino sobre la necesidad de hacer primero la digestión. Las telenovelas sucedieron a los noticieros y los dibujitos a las telenovelas y las series a los dibujitos y los noticieros regresaron con más medidas económicas, más muertos y más señor de bigotes con cara de malo.

A esa altura papá parecía haberse rendido con el reloj, cuyas vísceras seguían allí donde habían caído. Decidido a concentrarse en las noticias, hizo lugar sobre la mesa baja para instalar su Gancia y su remedio para la úlcera y comenzó con sus soliloquios. Y a vos quién te cree, fantoche reaccionario, dijo de arranque increpando al conductor del noticiero; una frase que hubiese sonado interesante en boca de Hamlet, Acto Primero, Escena IV, en ocasión de su encuentro con el fantasma. Me entero más de lo que pasa en el país viendo Los invasores que mirándote a vos, prosiguió, protestando pero a la vez perseverando en la visión del noticiero. Lo que tienen que hacer es blanquear a los presos de una vez, dijo, esta vez aconsejando al Ministro del Interior, no pueden seguir jugando a que no están detenidos: ¡hay que blanquearlos!

Como el sol ya había caído y estaba fresco, el Enano y yo gravitamos también hacia la cálida pantalla del televisor. El Enano estaba haciendo un experimento que involucraba frascos vacíos, vasos ya usados, agua, harina, tornillos y pinceles que tomó del depósito. Cuando parecía estancarse, habiendo llegado a una encrucijada científica, los objetos de la mesa le sugerían un camino nuevo. La mesa estaba llena de ideas en potencia. La coca y el Nesquik, por ejemplo, potencian sus respectivas espumas.

Yo releía el Houdini en busca de pistas sobre sus escapes. El libro insistía en la historia de la preparación física y la concentración mental, pero mantenía un silencio perfecto sobre los pormenores de cada fuga; seguramente el escritor era escapista, también, y respetaba con escrúpulo sumo la cuestión del secreto profesional. Fue así que me encontré contemplando por enésima vez la lámina de apertura, Harry practica sus primeros escapes ayudado por su hermano Theo, como si esperase que el dibujo me dijese lo que el texto me negaba, y miré a papá y su Gancia y al reloj eviscerado y al Enano que había batido su engrudo a punto de caramelo y me dije que quizá la lámina me había hablado, ya, y que todo era cuestión de empezar.

Me quité el cinturón (usaba un cinturón que más allá de la hebilla y de la parte de los agujeros estaba fabricado con una tela elástica; no pregunten) y le pedí al Enano que me atase a mi silla. Con la cara y las manos manchadas de harina, el Enano me miró para evaluar si estaba tendiéndole una trampa. Le enseñé el dibujo del libro. Comprendió de inmediato.

El fantoche del noticiero debe haber dicho algo tremendo, porque papá se levantó como tromba y salió al parque, donde podía decir malas palabras sin necesidad de controlarse.

El Enano me ató las manos a la espalda. Hizo un nudo corredizo y después me dio mil vueltas alrededor de las muñecas tensando el elástico lo más que pudo. Me preguntó si lo había hecho bien. Yo forcejeé un poco, lo suficiente como para constatar que el cinturón no cediese al primer intento.

«Esperá que falta algo», me dijo.

Agarró el frasco donde había preparado el engrudo y con un pincel viejo me embadurnó la cara.

Atado, no podía resistirme. Le pregunté si estaba loco. El engrudo tenía gusto a masa de pizza con Nesquik.

«Estoy blanqueando al preso. ¿No lo oíste a papá? ¡Hay que blanquearlos a todos!»

Cenamos en silencio, los tres solos. Restos de asado frío. Mucha mayonesa. Se había hecho tarde. Mirábamos la zona de desastre en que habíamos convertido el living y el comedor, sillones manchados, piezas de relojería, residuos orgánicos, en muda evaluación del empeño puesto en la empresa. Nunca hubo demostración más acabada del concepto de entropía ni respeto mayor por la segunda ley de la termodinámica (ley de disipación de la energía), que establece la tendencia en los fenómenos físicos desde el orden hacia el desorden. Y aun así, la tarea había resultado insuficiente. Todo el desorden del mundo no había logrado conjurar a mamá.

Cuando, derrotados, quisimos al menos lavar los platos, descubrimos que no había agua. Nos habíamos olvidado de cargar el tanque.

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