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Segunda hora: Geografía » 37. La Dama de Hielo

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37. La Dama de Hielo

Todas las historias coinciden en su esencia: que la abuela Matilde no fue madre de mamá.

No estoy negando aquí su condición de madre biológica. Como el Enano lo subrayara, mamá había estado adentro de la abuela, y ese era todo el currículo requerido para hacerla merecedora del diploma acreditante. Pero las historias apuntan a una distinción más fina. Una mujer puede concebir, gestar, parir, alimentar a un niño; puede proveerlo de vestimentas, asegurarle una educación y asistir a sus fiestas escolares; puede solventar su universidad, garantizarle un techo y acompañarlo hasta el altar que marca el inicio de su vida de adulto. La mayoría de las mujeres que así se desplieguen serán en efecto madres con todas las letras. Existe, sin embargo, la posibilidad de que alguien cumpla con todos los requisitos sin demostrar convicción. Alguien que respete las formas por amor a las formas, pero sin la pasión que consideramos inseparable de la tarea.

Mi abuelo fue un hombre tímido y diligente, opacado por el histrionismo de mi abuela y consumido por la necesidad de satisfacer sus demandas. Todo indica que vivió para hacer dinero. Cuando hizo mucho, quiso retirarse y disfrutarlo, pero mi abuela no lo dejó; le parecía un gesto irresponsable.

Si sentía afecto por su esposa, debe haberlo reprimido, porque mi abuela no creía que el afecto formase parte de la ecuación matrimonial. Y el amor por su hija lo vertió con cuentagotas, siempre a espaldas de la abuela, que criticaba toda efusión por considerarla de mal gusto y contraproducente para la buena educación. Mi abuelo murió a los 48 años, cuando mamá tenía 17. Era joven, todavía, pero la combinación de mucho trabajo y poco amor suele ser tóxica. Cuando su cuerpo dijo basta tenía un par de negocios prósperos —una concesionaria de Chrysler, un garaje— y abultadas cuentas en varios bancos. Mi abuela consideró que el abuelo había cumplido con su parte del trato y siguió adelante con su vida.

De allí en más fue la principal ausente en su propia casa. Viajaba mucho, por lo general a Europa. Cuando estaba en Buenos Aires salía todos los días, a tomar el té, al teatro, a jugar canasta o a ser cortejada por una larga lista de pretendientes, varios de los cuales tenían edad para ser novios de mamá. La abuela no hizo esfuerzo alguno por ocultarlos. La pasaban a buscar por la casa, o tocaban el timbre para regalarle flores, bombones, collares. Mamá les abrió la puerta varias veces y finalmente renunció a hacerlo; de allí en más, la puerta pasó a ser responsabilidad exclusiva de Mary, la señora de la limpieza.

La abuela era demasiado lista para no advertir que muchos veían en ella tan sólo una presa valiosa —propiedades, negocios, cuentas bancarias—, por lo que nunca aceptó una nueva propuesta matrimonial. Pero no era lo suficientemente sensible para comprender cuánto perturbaba a mamá la juventud de sus novios. Ya habían discutido sobre la tendencia de la abuela a hacer entradas teatrales, vestida con modelos copiados de Brigitte Bardot o Claudia Cardinale, cada vez que mamá llevaba amigos a casa. Aquel enfrentamiento fue sonoro e inútil. La abuela defendió su derecho a vestirse como quisiera, andar por donde quisiera y salir con quien quisiera. Creyó que mamá le planteaba una competencia que no estaba dispuesta a perder. Lo único que mamá reclamaba era una madre.

A partir de entonces, mamá creyó que el matrimonio era su única escapatoria. El novio legendario con quien se comprometió era parco y desabrido, casi cortado para no suscitar en la abuela ansia alguna de seducción. Pero entonces apareció papá, que la hizo reír, la escuchó atentamente y la amó en vez de juzgarla, y mamá supo que había dado con mucho más que un escape.

Según papá, mamá fue un manojo de nervios durante los días previos a esa velada de presentación en familia. A lo largo de la cena, papá se negó a llamar Mati a la abuela, tal como ella pretendía, e insistió en llamarla señora. La abuela pareció picada por el apelativo que le recordaba su condición y su edad, pero no pudo oponerse a la bendición calurosa que el resto de la familia derramó sobre la frente de papá. A excepción de la abuela, todos habían percibido cuán feliz era mamá en su compañía.

Sé que este retrato de la abuela Matilde no le hace favores. Pero ella es más que el monstruo que yo sospechaba; es el personaje más triste de esta historia. Quizá sea este el momento para decir que aunque no la hayan reconocido en el listado de sus miserias, de todas formas la conocen. Han sabido de ella, leído de ella, la han visto en la televisión y aplaudido su lucha. Yo mismo no la reconocería, si no fuese porque asistí a su transformación y la vi envejecer y llenarse de luz. Fue ella, en Kamchatka, quien me contó buena parte de la historia que acabo de referirles. Mi abuela, la que decía que como no pudo ser madre de mi madre, fue entonces su hija y como tal parida por ella. Mi abuela, la que decía que mamá le había salvado la vida.

Y conste que no se refería al domingo en que el Enano estuvo a punto de matarla.

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