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Segunda hora: Geografía » 38. La sorpresa mortal

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38. La sorpresa mortal

Hacia el mediodía del domingo papá y mamá ya se habían dado por vencidos. Estaba claro que la abuela no aceptaría ni loca quedarse en esa quinta que le parecía tan inhóspita como la selva amazónica. Y no imaginaban tampoco que nos aceptase en su casa llena de jarrones, animalitos de cristal y alfombras impolutas. En lo que hacía al Enano y a mí, aun en la ignorancia de sus designios, nuestra opinión sobre la abuela Matilde fue inequívoca. Sólo nos reunimos con los adultos para comer. El resto del día nos mantuvimos a la mayor de las distancias posibles.

Hubo una cena ligera, después de la cual papá llevaría a la abuela a su casa. Recuerdo una conversación sobre el estado general de las cosas, que me sorprendió porque la abuela parecía ser la dueña de las opiniones más extremas. Si fuese por ella, dijo, habría que disolver los ejércitos, linchar a los usureros y redistribuir equitativamente las riquezas del país (esa era la abuela de entonces, decidida a dar la nota en el contexto que fuere: tenía que ser la más anarquista, la más encantadora, la más joven, la más frívola), sólo que en ese caso habría que prescindir del champán y, en fin, el champán es tan rico…

El Enano, que se había levantado antes de la mesa, me dijo al oído que el Antitrampolín seguía sin dar resultados; había visto otro sapo flotando en la pileta. Contrariado, pedí permiso para retirarme y me fue denegado. Mamá quiso que la ayudase a retirar los platos —cosa que la abuela bien podría haber hecho, si hubiese sido entonces otra abuela—, al cabo de lo cual me había olvidado de los sapos y comenzaron las despedidas y la abuela repartió besos con olor a crema y preguntó por su cartera y el Enano, un prodigio de urbanidad, le dijo te la traigo yo.

Ya había dejado de oír el motor del Citroën cuando fui a la pileta y no vi nada. Me fijé bien, recorriéndola con la red y todo. No había ningún sapo. Llamé al Enano para decirle que se había equivocado y me dijo que no, que el sapo estaba muerto y que él mismo había rescatado el cadáver de entre las aguas.

«¿Dónde lo pusiste? Vamos a enterrarlo.»

«No se puede.»

«¿Por qué?»

«Porque ya se fue.»

«¿Ya lo enterraste?»

«Lo guardé.»

«¿Cómo que lo guardaste?»

Y entonces me explicó.

Mamá lavaba los platos con extrema lentitud, las manos hundidas en el agua tibia, como si la convivencia con la abuela le hubiese robado toda su energía. Cuando me descubrió en la cocina pidió que la ayudase a secar, así hacíamos un poco más rápido. Yo le dije que sí, que cómo no, pero antes tenía que contarle algo. Algo urgente.

«El Enano le hizo una broma a la abuela», le dije.

«Hay que tener coraje.»

«¿Viste que cada tanto se muere un sapo adentro de la pileta?»

Todavía dándome la espalda, mamá dejó de refregar.

El Enano espiaba desde la puerta, más afuera que adentro, conservando las distancias.

«¿Qué hizo con el sapo?», preguntó mamá, en un tono de voz que anticipaba la Mirada de Hielo.

«Lo metió en la cartera de la abuela. Recién. ¡Se lo acaba de llevar!»

Mamá dio media vuelta para enfrentarnos. Sentí a mis espaldas el respingo del Enano, que se llevó flor de susto.

Nos miró durante un instante, a él, a mí, otra vez a él, otra vez a mí, y se echó a reír a carcajadas.

«¡Se va a morir de un infarto!», decía mamá, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas arreboladas por el vapor.

Yo suspiré, aliviado. El Enano también sintió que se le levantaba la condena y se dejó ver entero en el umbral, haciendo esa danza ridícula que le salía cuando se creía el tipo más canchero del universo.

«Se va a morir de un infarto», repetía mamá mientras se secaba la cara con el repasador.

Y en ese momento comprendió la verdadera dimensión de sus palabras. Pensó en la hipertensión de la abuela, en el gulasch aceitoso, en su fobia por todos los bichos. Pensó que la abuela siempre llevaba las llaves de su casa en el abrigo y no en la cartera, por lo cual era más que probable que no la abriese hasta que, ya estando sola, necesitase de sus cremas. Pensó que la expresión se va a morir de un infarto podía convertirse en algo más que en un colorido sinónimo de la sorpresa; podía ser una profecía.

Cuando salió disparada hacia el living el Enano interpretó que iba por su cabeza y emprendió la fuga.

Mamá empezó a llamar por teléfono constantemente, discaba y cortaba, discaba y cortaba. Tenía la esperanza de que la abuela oyese sonar el teléfono apenas entrase a la casa, y que levantase el tubo antes de meter mano en la cartera.

El Enano no estaba por ninguna parte.

Mucho después lo descubrí en los confines de la quinta, entre un árbol y la alambrada, respirando agitado. Y no quiso moverse de allí hasta que mamá fue por él con bandera blanca y la expresa promesa de concederle vida por segunda vez en su corta historia.

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