Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 40. Entra Lucas

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40. Entra Lucas

Lucas llegó una tarde, en el Citroën que manejaba mamá. Lo esperábamos. O mejor dicho: estábamos preparados para él. En los días previos a su arribo, el Enano y yo habíamos convertido la quinta en una fortaleza destinada a resistir su invasión.

Mamá había anunciado su llegada un par de días atrás. Va a venir un chico, me dijo, así, de sopetón. A quedarse con nosotros.

«¿Lo van a adoptar?»

«No, ganso. Es por unos días, nada más. Necesita un lugar donde quedarse.»

Pero yo no le creí. La información provenía de la misma persona que pretendió que la visita de la abuela Matilde era puramente social, cuando se trataba de un plan avieso abortado, entre otras causas, por la providencial aparición de un sapo kamikaze. ¿Quién me aseguraba que no fuese una nueva treta, que mamá y papá no tratarían de que nos habituásemos a la presencia del intruso para después confesarnos su carácter de nuevo hijo permanente? La aparición de este «chico» insinuaba que no estaban satisfechos con nosotros. No les bastábamos. No dábamos la talla. Necesitaban más. ¿Entendés, Enano? Seguro que es rubio, vas a ver. Debe ser un chico modosito, que todo lo pide por favor y todo lo agradece. ¿Cuánto a que no se mea en la cama?

El Enano me juró lealtad eterna y se prestó para la ofensiva.

Lo primero que hicimos fue barricar nuestra habitación. El objetivo era impedir la ocupación por parte del intruso: si mamá y papá querían un hijo nuevo, que se lo llevasen a su cuarto. Nosotros fabricamos cartelones para que no cupiesen dudas sobre la titularidad de las cosas. Guarida de Harry y El Santo, decía el cartelón de la puerta. Los cabezales de nuestras camas también llevaban anuncio. Y el placard, en la puerta de afuera. Por las dudas, adentro también habíamos dividido el espacio en dos, mitad para mí y mitad para el Enano. (No es que tuviésemos nada que guardar, pero nunca se sabe.) El cajón de la mesita de luz fue clausurado con pedacitos de cinta scotch, lo cual también nos impedía abrirlo a nosotros pero valía la pena como mensaje. El Enano ató su Goofy a la cama con un piolín, y todavía inseguro me pidió un cartel para pegarle encima. El último cartel lo colocamos sobre el mosquitero de la ventana, mirando hacia afuera. Beware of the dog, decía, como en los dibujitos de la Warner. Debajo de las letras pegamos la imagen del único perro que teníamos a mano: Kripto, la mascota de Superman, que no se veía muy salvaje pero tenía poderes. En caso de emergencia, el Enano y yo acordamos meternos debajo de la cama y ladrar, para insinuar la verdadera existencia de un perro guardián. Lo ensayamos un par de veces y todo. El Enano sonaba como el cachorrito que era.

Las preparaciones se extendieron al exterior de la casa. Quitamos las cruces armadas con palitos de helado Laponia que marcaban el sitio donde estaban enterrados los sapos; quién sabe si el intruso no era, además, un profanador de tumbas. Y en lo que hacía al Antitrampolín, pensábamos decir que ya estaba ahí a nuestra llegada y que no sabíamos para qué servía. Teníamos que desviar su atención de la piscina. Nuestro proyecto de salvataje, destinado al desarrollo de nuevas generaciones de sapos inteligentes, era demasiado importante para ser puesto en riesgo. En caso de interrogatorio, no debíamos entregar más información que la indispensable: nombre, rango y número de serie. Vicente, Simón. Espía internacional. Número 007. (Era el único que al Enano se le facilitaba recordar.)

Toda esta actividad iba en contra de mis promesas a mamá. Cuando anunció la llegada del chico, me pidió que la ayudase a manejar el tema con el Enano. Vos sabés cómo es, cuánto lo alteran las cosas raras y nuevas. La verdad es que la está llevando bastante bien, pobre gordo. ¿No te parece? Yo asentí, mientras pensaba que el Enano había vuelto a mearse en la cama y pedido que no lo delatase. Y para rematarla, mamá me disparó a quemarropa con la Sonrisa Desintegradora. ¿Cómo podía negarme? Por eso no sentí remordimiento al romper la promesa: había sido arrancada bajo coacción.

Cuando Lucas llegó, todos nuestros planes se revelaron inútiles.

Yo esperaba dentro del depósito de herramientas, desde el que se podía vigilar el sitio en que estacionaban el Citroën (entre los limoneros, ocultándolo de la vista) sin descubrir mi presencia. Apostado en la entrada, el Enano debía alertarme de la llegada y después encerrarse en la habitación hasta que yo golpease la puerta, tres golpes rápidos, dos golpes lentos: nuestra contraseña. Habíamos acopiado vituallas para resistir allí dentro lo que fuese necesario: fiambre, galletitas, queso y por supuesto leche y Nesquik.

Todo salió mal desde el principio. El Enano se cansó de esperar en su puesto y entró en la casa a ver la tele. Mamá escondió el auto entre los limoneros y yo, en vez de espiar al enemigo y escabullirme rumbo a la casa, me quedé dentro del depósito, boquiabierto, hasta que oí que me llamaban a los gritos.

Lucas era el chico más grande del mundo.

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