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80. Donde se atan algunos cabos sueltos

Y eso fue todo. Esta vez es verdad, o casi.

Si es necesario, puedo contar algo más. Bertuccio, por ejemplo, se convirtió en autor y director teatral. No es lo que se dice famoso, porque siempre eligió los circuitos off a las salas comerciales; me gusta saber que todavía practica el credo artístico que aprendió en forma tan temprana, porque me hace sentir que algo —y algo muy valioso, por cierto— perdura en este mundo, a pesar de que intenten convencernos de que nada dura, y por ende nada vale.

Roberto nunca apareció. Ramiro y su mamá se quedaron a vivir en Europa. No sé nada de ellos, aunque un conocido me comentó que jamás quisieron pisar la Argentina otra vez.

Habían pasado muchos años, ya, cuando al abrir las páginas de un diario descubrí el rostro de Lucas, sonriéndome desde una foto vieja. Era la misma cara que yo había conocido, con esos pelos locos en la barbilla y esa luz que transmitía aun a pesar de la mala copia y la peor impresión. Entonces aprendí su verdadero nombre, que figuraba en el aviso del que su foto formaba parte, y entendí que lo habían secuestrado a los pocos días de que yo lo viese por última vez. Me pregunté si se habría cruzado con algún viejo amigo después de irse de la quinta, deseaba febrilmente que así fuese, que hubiese tenido la oportunidad de recibir un abrazo, una palmada en la espalda o un adiós que cubriese, aunque más no fuese un poco, el agujero que produje al negarle el mío. Tardé varios años más, todavía, en comprender hasta qué punto mamá había tenido razón al sugerirme que me despidiese de Lucas, al defender el valor, y por ende la necesidad, de las despedidas. Todos terminamos descubriendo que nuestros padres sabían más de lo que suponíamos, es parte de la vida. Lo que no es habitual es que sean tan sabios en el dolor, en el arte de la pérdida, en la forma de lidiar con muertes tan tempranas y tan violentas.

Al final junté coraje y me puse en contacto con la familia de Lucas. Cuando les conté lo que habíamos vivido en esas semanas, descubrí con la fuerza de una revelación el poder que tienen las historias. Hasta ese entonces creí que ejercían su fascinación sobre mí de un modo privado y casi unilateral. Pero al hablar delante de ellos sentí que les restituía a Lucas; durante el tiempo que duraba el relato —hice lo posible por estirarlo, por recordar hasta lo que nunca había sabido— el tiempo se mostraba entero en todo su esplendor y Lucas vivía otra vez, Lucas aparecía (me gusta pensar que esta es una historia de aparecidos), y reíamos con sus bromas como si fuesen nuevas, porque narrarlas las inventaba otra vez.

El aviso de los diarios sigue saliendo puntualmente, año tras año. Ahora mi nombre figura también en el texto. Cuando la familia de Lucas me dijo que querían añadirlo a los suyos, me dejaron sin habla —cosa que, habrán advertido, no es nada fácil—. Acepté de inmediato, con la condición de que me permitiesen enseñarle algo al hermano menor de Lucas. (Tal como sospechaba, Lucas tenía un hermano de mi edad.) Me quedé hasta la medianoche mostrándole cómo hacer los nudos que Lucas me había enseñado, y que yo recordaba a la perfección. Mientras los practicábamos, sentí que había algo sagrado en el movimiento de nuestros dedos; atábamos algo que nunca debió haberse desatado.

Hay muchas cosas que no sé y quizá no sepa nunca. Quién fue Pedro, por ejemplo, y si Beba y China eran sus tías o qué, y cuánto había de cierto en mis sospechas sobre el fantasma que rondaba la quinta. Tampoco sé quién será hoy el dueño del libro de Houdini, si es que aún existe. O qué fue de Denucci, del padre Ruiz y de la amiga de mamá que nos ofreció asilo aquella noche. Me gustaría poder decirles que el recuerdo de su generosidad me ayudó a sobrevivir, durante el largo exilio en Kamchatka.

En todos esos años no me separé nunca de un libro que encontré dentro de las cajas de la abuela Matilde: la edición de El prisionero de Zenda de la colección Robin Hood, que perteneció a mamá en su infancia. Fue entre sus páginas donde descubrí el personaje de la princesa Flavia, noble de cuna pero ante todo de alma, tan rubia como el sol del tablero del TEG. No puedo explicar lo que sentí al entender que aun dentro de la isla, en aquella zozobra que vivimos mientras se abatía sobre el país la destrucción más cruel, mamá había elegido llamarse Flavia como forma de protesta y reivindicación, porque ella nunca quiso ser La Roca, en todo caso el mundo hizo de ella una roca, ese mundo que mata de hambre a sus niños porque existen tantos que les roban la comida del plato, un mundo en el que hay que ser de roca para no morir de pena, qué otra cabe. Mamá nunca quiso ser de piedra, y por eso apeló instintivamente a las cosas que nos ayudan a sobrevivir en los tiempos oscuros, esas pocas certezas que uno arrastra desde la infancia, recuerdos del amor y del dolor o simples fantasías, como esa que ella tuvo desde chiquita, esa que le parecía tan vergonzante que no se animó a confesarla, por pueril, por políticamente incorrecta, la fantasía de ser de verdad rubia, de llamarse Flavia, de llegar a ser una princesa.

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