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Tercera hora: Lenguaje » 49. Donde descubro que alguien muy querido no es perfecto

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49. Donde descubro que alguien muy querido no es perfecto

Lucas se convirtió en mi entrenador. Nuestras rutinas eran discontinuas, porque él salía de la quinta cada vez más seguido y a veces volvía muy tarde, pero en esos casos me dejaba un plan armado para que lo completara solo. Cuando regresaba, lo primero que hacía era solicitarme lo que llamaba «un informe verbal»: si había realizado o no el plan, si lo había hecho total o parcialmente, qué ejercicios había dejado pendientes. Yo le contaba todo con lujo de detalles. Lucas, en cambio, nunca decía adónde iba. Cada vez que pregunté me frenó con un «pregunta incorrecta» que sonaba inapelable. En ocasiones volvía agotado y se metía en la bolsa de dormir sin siquiera cenar; el Enano y yo entrábamos de puntillas a la habitación, velando por su sueño. De tanto en tanto solicitaba una conferencia con mamá, con papá o con ambos, que transcurría a distancia prudencial de nuestros oídos. Pero el lenguaje de sus cuerpos dejaba en claro que conspiraban. A esa altura entendía que papá y mamá sabían de la misión secreta de Lucas, y que de alguna forma lo asesoraban o le daban apoyo.

La idea de Lucas era que trabajase un poco el físico antes de meterme de lleno en el escapismo. Houdini me llevaba ventaja, porque corría y nadaba desde muy chico, y yo tenía que achicar esa brecha entre nuestras capacidades. Mientras entrenaba, sugirió Lucas, podíamos ir elaborando juntos unas pruebas de escape de dificultad creciente.

Para que fuese pensando, le permití total acceso a mi libro de Houdini. La primera vez lo recibió con un gesto hasta solemne, que subrayaba su comprensión del valor que el libro tenía para mí. Lo leyó muy rápido y me lo devolvió, diciéndome que tomase notas de las cuestiones más importantes y de las preguntas cuya respuesta excedía la información del libro. Importante, por ejemplo, era aumentar mediante la práctica la capacidad de los pulmones. Houdini soportaba cuatro minutos sin respirar, debajo del agua. ¡Cuatro minutos! Entonces yo anotaba en un papelito suelto: Houdini aguanta cuatro minutos, y lo metía dentro de las páginas del libro.

Las preguntas tenían que ver con lo que necesitaba averiguar. Un tema a estudiar, por ejemplo, era el mecanismo de las cerraduras, desde las más simples hasta las más complejas, pasando por supuesto por los candados. Otro era aquel que mamá me había explicado, calcular con precisión cuánto tardaría en deshacerme de las ligaduras para saber cuánto aire necesitaría dentro de la caja. El papelito que guardé esta vez decía: ¿Cuánto tiempo?

A veces me descubría haciendo delante de Lucas esas cosas vergonzantes que, por lo general, sólo hacía cuando estaba con Bertuccio: meterme los dedos en la nariz y pegar los mocos en el primer sitio a mano o quedarme viendo la foto de una chica en bikini como si pudiese desnudarla con la mirada. Perdía la capacidad de autocensurarme, quizá porque Lucas tenía un carácter afable o de tanto llegar a casa y descubrirlo viendo Scooby-Doo con el Enano, respirando ambos dentro de sus vasos de Nesquik. A menudo me descolocaba, por ejemplo al afeitarse diariamente (una tarea inútil, ya que era lampiño a excepción de los cuatro pelos de la barbilla que, por lo demás, brotaban igual de negros a las pocas horas) o con la atención que dedicaba a los diarios. Eran rasgos de adulto, pero hacía esas cosas con la misma falta de afectación con que corría o leía mi revista de Dennis Martin: Lucas nunca ponía distancia entre él y nosotros, salvo cuando insistíamos con las preguntas incómodas.

De todas formas algo fue confesando, de a poco, con cuentagotas. Lo de los abuelos era cierto. Habían viajado a Europa y a Japón y le habían regalado el bolso y la remera y muchas cosas más. Al hablar de ellos la voz se le ponía más aguda, como si hubiese aspirado helio. Su papá y su mamá seguían viviendo en La Plata, pero no podía visitarlos. Cuando vio que la pregunta que mis labios callaban me brillaba en los ojos, dio la misma explicación que papá cuando vetó la presencia de Bertuccio en la quinta: no visitaba a sus padres para no ponerlos en peligro.

Era de Estudiantes, pero no muy fanático. Y cuando todo esto terminase tenía planes para estudiar medicina. Quería ser pediatra. Había recibido ofertas de parte de varios clubes para competir en atletismo, pero su habilidad no lo comprometía: la tomaba a la ligera, como si no quisiese ser esclavo de un don que no había pedido.

Cumplí con las rutinas de ejercicios, sorprendiendo además a mi familia con mi rechazo voluntario a las gaseosas y mi nueva afición a las frutas. (Comer sano era parte del plan.) Pero Lucas percibió que sentía demasiada ansiedad para tolerar el carácter gradual del proceso y decidió adelantarme unos trucos. Me enseñó algunos nudos y me explicó una técnica para deshacerme de las ataduras. Lo de los nudos lo había aprendido durante sus muchos campamentos. Lo de la técnica lo había oído por la televisión, y puesto en práctica con eficacia. Se trataba de controlar el estado del cuerpo al momento de ser atado. Si la soga va en torno de las muñecas, es necesario mantenerlas rígidas y no ceder a la presión del nudo. Una vez terminadas las ligaduras, uno puede relajar las muñecas y escurrir la mano a través del lazo. Lo mismo funciona con los tobillos y hasta con el torso: es preferible expandir el tórax, conteniendo el aire, mientras te atan, y después exhalar para que al disminuir el volumen corporal la soga se afloje.

Lucas se ofreció para la demostración. En el depósito de herramientas había una soga vieja. Le até las manos a la espalda, con todas mis fuerzas, y tironeé hasta que tuve miedo de hacerle daño. No profirió una queja. Cuando terminé se dio media vuelta y reculó dos pasos, ocultando las manos de mi vista.

«¿Cómo puede ser que te guste Superman?», preguntó.

Me quedé helado. La idea de que existiese alguien a quien no le gustase Superman jamás había pasado por mi mente.

«¿Por qué preguntás? ¿A vos no te gusta?»

«La verdad… no.»

«¿Qué tiene de malo?», dije, un movimiento puramente defensivo. La pregunta era retórica, pero Lucas se la tomó en serio.

«El traje es un colorinche ridículo», dijo, con el ímpetu de quien empieza a desgranar una larga lista. «¿Una bombachita roja? ¡Por favor!… Lo de la doble identidad no se sostiene, no es necesaria: ¿por qué no es Superman todo el día, así hace el doble del bien que dice hacer? A los villanos les falta gracia: ¡no vas a comparar a Lex Luthor con el Guasón, Gatúbela, el Pingüino, Dos Caras…!»

«Ya sabía», dije, apuntándolo con un tembloroso dedo acusador. «¡A vos te gusta Batman!»

«¡Es mil veces mejor!»

«¡Pero no tiene poderes!»

«Esa es la gracia, precisamente. A Superman los poderes le cayeron del cielo. Es siempre igual a sí mismo, plano, no aprende nada. Batman es como vos y yo. Sufrió una desgracia de chico y se preparó para ser quien es; eso tiene mérito. Y además es mucho más inteligente. Y más creativo. Y tiene un auto buenísimo. Y la Baticueva es genial.»

«Superman tiene la Fortaleza de la Soledad.»

«Al cuete, porque no la usa nunca.»

«¡Sí que la usa!»

«¿Cuándo?»

«…»

«¿Cuándo, decime?»

No se me ocurrió una respuesta. Quizá porque no tuve tiempo.

Antes de que abriese la boca me arrojó la soga que acababa de quitarse.

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