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Tercera hora: Lenguaje » 52. El señor Globulito

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52. El señor Globulito

Y sin embargo hubo una compañía que acepté sin chistar en aquellos días. Don Francisco me puso a cargo de Globulito, el esqueleto del colegio. Mi tarea consistía en asegurarme que estuviese en el aula para el inicio de la clase de Naturales, y después regresarlo a su sitio, en un rincón polvoriento de la Secretaría. Como la Secretaría estaba en un extremo del patio y mi aula en el otro, había que empujarlo de aquí para allá, mientras las ruedas resecas de su base de madera chirriaban sobre los mosaicos y sus huesos se golpeaban entre sí, música de vibráfono.

Mi responsabilidad no se suspendía por lluvia. En ese caso debía recurrir a un viejo paraguas que también se guardaba en la Secretaría. Como era muy difícil sostener el paraguas con una mano y empujar con la otra, siempre terminaba encajándoselo a Globulito —enganchaba el mango en su brazo y usaba el cráneo como tope— y así nos movíamos, en plena tormenta, para que no llegase tarde a su llamada a escena.

Lo bueno es que la hora de Naturales no terminaba con un recreo sino que daba paso a la clase del señor Andrés. Como yo debía acompañar a Globulito en su regreso al hogar, tenía permiso para ausentarme del aula y, por ende, perder preciosos minutos de la hora de Lenguaje; de esa forma me salvé en varias oportunidades de ser convocado al frente con el resto del grado, para responder al interrogatorio sobre tiempos pluscuamperfectos y futuros indefinidos.

Nuestro regreso a la Secretaría era más lento cada vez. A menudo, pretextando agotamiento, me sentaba a mitad de camino sobre el banco de cemento que recorría el perímetro del patio. Globulito nunca se quejó. Parecía agradecer tanto como yo el respiro, un momento dedicado a la contemplación, antes de ser arrumbado nuevamente entre los mapas, los compases gigantescos y las cajas de las tizas. Éramos una extraña pareja, yo sentado y él de pie, mirando en la misma dirección. Con el tiempo ganamos en confianza y me descubrí hablándole, nada raro, comentarios sobre la clase que acabábamos de compartir (no tenía gran respeto por don Francisco, aunque le guardaba cariño), anécdotas sobre Bertuccio, esas cosas. En su compañía nunca me sentí solo: era dueño de los silencios más elocuentes.

Buena parte de mi exilio en Kamchatka la viví en soledad, aislado por nieves eternas. Cierto día uno se descubre diciendo en voz alta las expresiones que antes sólo resonaban dentro de la cabeza, qué heladera de mierda, hay que comprar desodorante, ¿quién llamará a esta hora?, para finalmente aceptar que la partitura del silencio admite el solo de la propia voz. Durante esos años, muchas veces sentí que no hablaba para mí sino con Globulito, a quien intuía en las sombras de mi cabaña, oyéndome con la paciencia de siempre y poniendo paños tibios a mis desconsuelos, con esa mirada de cuencas vacías que lo han visto todo.

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