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Tercera hora: Lenguaje » 54. This year’s model

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54. This year’s model

Las palabras también existen en el tiempo. Algunas caen en desuso y quedan confinadas dentro de libros que nadie visita, como a los viejos de los geriátricos. Otras cambian a lo largo de su vida, perdiendo rasgos y adquiriendo otros. La palabra padre, por ejemplo. La definición del diccionario sigue siendo escueta y fundada en lo biológico (hombre o cualquier animal macho, respecto de sus hijos), pero las características que le asociamos se modificaron. Ninguno de nosotros piensa que padre es apenas un animal macho; la palabra convoca la figura de un hombre amable, que está presente en la vida de sus hijos como dador de protección, amor y guía. Pero esta definición, común como el agua, es más nueva de lo que imaginamos. Puede que sea más vieja que el automóvil pero aun así es más joven que la imprenta, y definitivamente más joven que la noción del amor romántico. ¿O acaso dudaron Romeo y Julieta en desconocer la autoridad paterna, fieles a un sentimiento que consideraban más sagrado que la ciega obediencia?

Lo que entendemos por padre es muy diferente de aquello que la palabra expresó durante siglos. El Libro del Génesis no dice cómo fueron Adán y Eva con sus hijos. Ni siquiera se registra su reacción ante el asesinato de Abel a manos de Caín; el silencio del texto sugiere perplejidad, antes que dolor. Con similar fatalismo Abraham, que había clamado al cielo durante décadas para tener un hijo de Sara, acepta sacrificar a Isaac, el niño tan soñado, a pedido del mismo Dios que le concedió el deseo. Este Yahvé, padre de la humanidad toda, estaba cargado de ambivalencia hacia sus criaturas: dos veces estuvo a punto de borrarlas de la faz de la Tierra (cuando el diluvio, y cuando el pueblo que seguía a Moisés se volvió idólatra), y dos veces se arrepintió a último momento. Sólo abraza incondicionalmente a la especie cuando se ve embargado de amor por David, su preferido; será la primera vez que se refiera a sí mismo como padre del hombre.

En otras tradiciones, la figura del padre amante también es objeto de una destilación lenta. Los dioses griegos conciben divinidades y héroes a diestra y siniestra, pero no parecen sentir por su progenie mucho más que una vaga sensación de responsabilidad; muchos muestran más simpatía por ciertos mortales que por sus propias criaturas. Saturno, como Goya me había revelado, llega al extremo de comerse a sus descendientes. Layo también quiere matar a Edipo, aunque termine derrotado. El primer gran retrato de una relación paternal vendrá con la Odisea, pero el mérito no será de Ulises sino de Telémaco, que sublimó la imagen de su progenitor durante la larga ausencia iniciada con la Guerra de Troya. Homero nos presenta a Telémaco en el palacio de Ítaca, soñando despierto, obsesionado por su dolor: «Casi podía ver a su magnífico padre, aquí, con el ojo de su mente.»

El rey Arturo no conocerá nunca a Uther, quien lo concibió. Al enterarse mediante profecía de que su propio hijo lo destronará, Arturo hace lo de Herodes y manda matar a todos los recién nacidos del reino; Mordred se salvará esa vez, pero ya adulto terminará ensartado en la lanza de su padre. En Shakespeare son siempre los hijos los devotos (lo es Cordelia y lo es Hamlet, que tanto debe a Telémaco) de una devoción que sus padres no parecen merecer del todo. Los mejores personajes de Dickens son huérfanos: Copperfield, Pip, Twist y también Esther Summerson, que crece junto a una tía severa que maldice en voz alta el día en que la niña nació. Nada sabemos del padre de Ahab, ni del de Alicia, ni del de Jekyll; parecen haber venido a este mundo tal como los conocemos, como Venus al salir de la concha.

Esto no significa que el modelo de lo que hoy consideramos padre no existiese en otros tiempos. La semilla ya estaba en la parábola que el Nuevo Testamento consagra al hijo pródigo: padre es aquel que tiene la generosidad de dar lo mejor de sí a sus hijos, y la sabiduría de dejarlos libres para que hagan su propia experiencia, y la paciencia para esperar que arriben a la madurez y la bondad para abrirles los brazos a su regreso e invitarlos otra vez a la mesa. Esta noción de padre corrige al padre autoritario y olímpico del Antiguo Testamento, a cuya imagen se modelaron todos los patriarcas, desde Lear hasta el Adam Trask de Steinbeck en Al este del Paraíso. En el transcurso de un único libro, el balance de fuerzas cambia dramáticamente. Al comienzo de la Biblia, la paternidad pasa por el poder, pero al final está centrada en el amor.

Hasta no hace tantos años, los niños nacían a un mundo que aparecía dado e inquebrantable. Sus padres eran lo que eran, pastores o soldados, cazadores o mineros, y lo eran hasta el mismo día de su muerte; encajados a presión en sus gremios y sus castas, daban testimonio de un sistema social inmóvil y pasaban sin cuestionarse, siquiera, si habría otro lugar para ellos. Debían, por fuerza, ser padres rígidos y distantes. Cuidaban de sus hijos como los cuida un lobo, proveyéndolos de alimentos y calor y protegiéndoles de los otros depredadores. Cuando los pequeños lograban ponerse de pie, les enseñaban a comunicarse mediante el lenguaje y a emplear sus manos con habilidad, sobre el arado, la lanza o los tipos de la imprenta que, pensaban, sus hijos podrían seguir manipulando hasta que llegase el momento de adiestrar a sus propios hijos. Y eso era todo, y era mucho.

Ese mundo ya no existe. Mi abuelo perteneció a la última generación de padres a la usanza clásica: optó por una forma de vida a edad temprana y se abrazó a ella hasta el final. Enfrentó tormentas, incendios y sequías (elijo estas imágenes porque me resulta difícil separar a mi abuelo de la tierra que trabajó), pero jamás sufrió una crisis de identidad. Mi padre, en cambio, abrió los ojos por primera vez en un mundo que había dilapidado todas sus certezas. En consecuencia, no necesitó ser rígido (porque todas las fronteras se habían vuelto lábiles) ni distante (porque este mundo nuevo había eliminado las distancias) con nosotros, lo cual era bueno. Pero al mismo tiempo protagonizó delante de nuestros ojos la aventura de su vida, que estaba lejos de haber resuelto; quiero creer que esto también terminará siendo bueno, pero es demasiado temprano para saberlo.

Mi abuelo era una figura única, inequívoca. Mi papá era muchos: el tilingo y el militante, el burrero y el fan de Los invasores, el padre divertido y el hijo rebelde, el redentor y el amante, el abogado profesional y el defensor de causas perdidas. No digo que estos elementos fuesen inconciliables; digo que vivían en tensión dentro de mi padre, una tensión que luchó por resolver a cada momento y nunca más que a partir de marzo de 1976, cuando el país que había llegado a creer que interpretaba se desvaneció debajo de sus pies. Es fácil creer que mi madre no sufría tensiones semejantes, porque había construido una máscara que calzaba perfecta sobre sus rasgos. Pero era evidente que se turbaba ante la sombra terrible de mi abuela Matilde, otra representante de una generación que nunca confesó haber sufrido duda —por lo menos hasta que fue demasiado tarde.

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