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55. Me descubro en medio de una película 3-D

Después del descalabro de los primeros días, nuestra estancia en la quinta adquirió visos de una cierta normalidad. A simple vista, el único cambio real era el de decorados. Todo el mundo representaba el papel de siempre, sólo que en el contexto de una nueva escenografía. El Enano y yo íbamos al colegio. Papá y mamá trabajaban. Hasta la presencia de Lucas, un cuerpo extraño en el seno familiar, había sido asimilada. Era un hijo más, incorporado a la dinámica establecida por años de convivencia. Durante el transcurso de una cena, podía comentar las noticias con papá y mamá mientras jugaba con una pelota hecha con miga de pan, disparando al arco que yo armaba con mis manos; Lucas se había convertido en un centro equidistante, el punto de equilibrio perfecto. Incluso colocaba su cepillo de dientes en el vaso donde estaban los demás.

A primera vista, este fluir de nuestra nueva existencia significaba una victoria sobre las fobias del Enano. Lo habían subido a un cohete especial, apenas vestido con su pijama favorito, el Goofy de peluche bajo un brazo y el vaso con piquito en la otra mano, y lo habían disparado rumbo a otro planeta al cabo de una (inusualmente breve) cuenta regresiva. Semejante corte hubiese sido traumático para cualquier niño de su edad, y dado el apego del Enano a los ritos y objetos que vertebraban su mundo, el salto debió haber sido todavía más violento. En la cápsula no había lugar para su cama, su colegio y sus baldosas; no había lugar para mis juguetes, que constituían su dieta de depredador; no había lugar para el sillón de casa sobre el que bailaba cada vez que el locutor anunciaba nuestro próximo programa: El santo; no había lugar para el triciclo azul y rojo en el que cada vez le costaba más pedalear. Sin embargo, en la gravedad cero a que nos sometía nuestra travesía espacial, el Enano flotaba como el astronauta más experimentado. Existía el detalle de su incontinencia, pero era un secreto entre los dos, y estábamos trabajando en ello. Papá y mamá no sabían nada; a sus ojos, la reacción del Enano a tantas fuerzas extrañas era simplemente perfecta.

En algún sentido, todos tratábamos de hacer lo mismo. Ver la parte buena de las cosas, como argumentaba el Manolito de Mafalda al romper el auto a cuerda de Guille y consolarlo con una pieza del mecanismo, a la que hacía girar como trompo; era cuestión de encontrar las pequeñas ganancias dentro de las grandes pérdidas.

Al mismo tiempo, yo sabía que había algo de artificio en esa nueva normalidad, pero por entonces mi saber sólo tenía forma de intuición. Ignoraba, por ejemplo, que la decisión de mis padres de enviarnos al colegio era la piedra basal de esa construcción: creían que, más allá de las diferencias en la ejecución, la partitura de los guardapolvos, el estudio y el recreo sonaría familiar en nuestros oídos, una música que oponer al silencio del espacio exterior, donde flotábamos a la deriva. Quién sabe qué zozobras habrán pasado para recuperar los fetiches del Enano, mi revista y mi TEG; nunca lo sabremos, aunque el riesgo de la excursión deje en claro cuánto estaban dispuestos a hacer para poner coto a nuestra enajenación. Aun en medio de la fuga, querían que conservásemos algo parecido a una vida.

Delante de nosotros se esmeraban por ser los de siempre. Pero trabajaban con denuedo para alimentar la ilusión. Ocasionalmente se les escapaba algo que revelaba el agotamiento que sentían, de tanto fingir en pos de la ficción perfecta: pasajes que sobreactuaban su despreocupación, risas demasiado estridentes, comentarios que querían sonar casuales pero subrayaban la intención soterrada, como ocurre con los actores sin experiencia. Yo los registraba y seguía adelante, según correspondía a mi personaje en la obra. Pero a veces pasaban cosas que me obligaban al extrañamiento.

En momentos de particular calma, un elemento cualquiera se desprendía de su fondo y se desplazaba hacia mí, que veía como a través de esos anteojos que te daban en el cine cuando reestrenaban Museo de cera. El bigote de papá, por ejemplo, que lo fingía más viejo y más serio, se quedaba flotando en mitad del living aun después del portazo que anunciaba su salida; igual que la sonrisa del gato de Cheshire. O la ropa aseñorada que mamá elegía ahora para salir, despreciando los jeans y los colores vivos que reservaba para la casa. De repente veía una falda y una blusa en el umbral, calzadas sobre un cuerpo invisible, cuando el ruido del Citroën juraba que mamá ya había partido.

Mi mente me hacía bromas. Y su humor sacaba a luz lo que tan cuidadosamente pretendíamos disimular: que estábamos tratando de ser otros, viviendo una vida prestada, mientras flotábamos en un cielo cada vez más tenebroso e indescifrable. Yo sabía ya que alguien o algo ahí afuera había impulsado a mi madre a pedir licencia en la Universidad, aunque todavía conservase el trabajo en el laboratorio. Yo sabía ya que alguien o algo ahí afuera se había quedado con el estudio de papá, que en esos días trabajaba en bares y cafés siempre distintos para despistar a sus perseguidores. Una vez se encontró con Ligia, su secretaria, debajo de un puente mugroso. Había gente revolviendo basuras y además pasó un patrullero, obligándolos a esconderse, pero todo lo que perturbaba a Ligia era que papá le entregaba sus habeas corpus con manchas anilladas de taza de café.

Me llegaban estos y otros pedazos de información, siempre fragmentarios, piezas de un rompecabezas que no lograba ensamblar; mi negación era tan grande que ni siquiera sufría pesadillas. Durante mucho tiempo creí que me había enterado de esas cosas porque mis padres imaginaban que no comprendería su sentido global, aquello que insinuaban o callaban. Ahora creo que obraron de esa forma con deliberación, sabiendo que cuando lograse ensamblar las piezas y contemplar la figura representada por el rompecabezas yo ya estaría a salvo, a una prudente distancia del peligro que por entonces nos envolvía a todos.

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