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Tercera hora: Lenguaje » 58. Un picnic con lluvia

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58. Un picnic con lluvia

Dónde vas, me preguntó mamá esa noche. Me quedé ahí, boquiabierto, con mi libro debajo del brazo. ¿Qué clase de pregunta era esa? Eran casi las diez y ya habíamos cenado. Yo cargaba con un libro (uno del Rey Arturo, que había pedido en la biblioteca del colegio) y mi cuerpo apuntaba inequívocamente hacia el pasillo que conducía a las habitaciones. ¿Adónde podía ir, sino a la cama? Entonces recordé. Lunes. Mamá había levantado la mesa con sospechosa diligencia. Tenía en la mano un plato con galletitas y su cuerpo apuntaba inequívocamente hacia el living, desde donde sonaba, en el televisor, la musiquita que anunciaba El Mundo del Espectáculo. Esa noche daban Picnic. Nuestra cita. Estaba atrapado.

No es que no viese los beneficios de la situación. Era una rara oportunidad de tener a mamá para mí solo. Ante una película romántica, papá huía de la sala como las cucarachas cuando encendés la luz. En ausencia de mamá, el Enano sabía que papá le permitiría saltar en la cama grande hasta que sucumbiese al agotamiento o se partiese la cabeza. Así que éramos mamá y yo. Y las galletitas. (Unas que se llaman boca de dama: deliciosas.)

Pero también había desventajas. Los gustos de mamá en materia de cine, por ejemplo. Si la experiencia me había enseñado algo, estaba condenado a dos horas de sufrimiento. O más de dos horas, en el caso de La novicia rebelde.

Por lo general, las películas que mamá amaba me dejaban frío, o peor. Lo que marcaba la gravedad del asunto era, sin embargo, la forma en que mamá se relacionaba con el cine. A todo el mundo le gustan las películas, pero no al punto de guardar una foto de Montgomery Clift en su mesa de luz. En un cine, mamá se comportaba igual que el Enano en la iglesia. Sus emociones se amplificaban. Lo absorbía todo con ojos grandes y golosos. A veces no se daba cuenta, pero tenía la boca abierta; en la oscuridad de la sala no le importaría parecer boba. En consecuencia, se comportaba conmigo como un evangelista: quería convertirme a su fe, contagiarme su entusiasmo por esa religión que hacía de cada acólito un proyector de cine, explicarme que el hecho de estar con otros en un lugar oscuro y mirando la luz estaba cargado de sentido. Como los evangelistas, me hacía sentir incómodo. No terminaba de digerir la dimensión de su fe. Para mí estaba todo bien con el cine, pero los maníes con chocolate que se compraban en la entrada eran tan importantes como la película misma.

Cada ida al cine con mamá se convertía, pues, en una prueba. Por una parte, era imperativo evitar el sueño. La novicia rebelde concluyó en una de las mejores siestas de mi vida, pero a un alto precio. Mamá me hizo sentir que había cometido una traición. Era como si hubiese insultado a su propia familia. (¿Tendríamos algún parentesco lejano con los Trapp del que nadie me había informado?) Por otra parte, debía ser diplomático con mis apreciaciones. Ella me había dicho que Marcelino Pan y Vino era preciosa y no asimiló bien que le dijese que me había parecido la película más horrible que había visto en mi vida. Después traté de explicar que había dicho horrible porque mostraba algo que me parecía un horror, y no porque fuese tan mala, pero el daño ya estaba hecho. Me saludó con frialdad. Dormí con la luz encendida, pero igual soñé que un Cristo de madera me perseguía por interminables pasillos, tratando de atarme a su cruz para poder, así, quedar libre.

Más allá de mis prevenciones, Picnic no estaba tan mal. Había un pueblo chiquito y una chica linda y pulposa, Kim Novak, que parecía la mujer más triste del universo a pesar de que estaba de novia con un chico rico. Entonces aparecía otro tipo, William Holden, mucho más simpático que el chico rico pero sin un peso ni para café. Como era de esperar, Kim Novak y William Holden se enamoraban. Él hacía que ella se sintiese feliz, y ella hacía que él se sintiese el hombre más rico del universo. Lo que no me cerraba del todo era la insistencia en lo jóvenes que —se supone— eran. Para mí no tenían nada de jóvenes. Se veían tan viejos como mis papás, o incluso más.

Durante el primer corte, mamá repuso la provisión de galletitas. En el segundo corte se quedó ahí, a mi lado, e hizo un vago comentario sobre la diferencia entre la película y lo que recordaba de ella. No entendí muy bien el punto, ya que mamá se expresó de forma poco articulada para sus estándares; supuse que se trataba de una queja respecto de lo mal que le hace a una película ser exhibida en una pantalla en blanco y negro, llena de granos y cortada cada dos por tres por propagandas de vino Gargantini.

Finalmente llegó el picnic de Picnic. No faltaba nadie en la celebración: Kim Novak, su familia, su novio, el padre rico de su novio, la maestra solterona, su eterno pretendiente y por supuesto William Holden. Recuerdo una escena en que William Holden bailaba al lado del río, que me causó gracia porque era obvio que se suponía que bailaba bien y que bailando seducía a Kim Novak pero a mí el bailecito me parecía un bochorno, ridículo, ¡hombre grande!, y me divirtió tanto que hasta consideré la temeridad de hacer un comentario al respecto y entonces miré a mamá y vi que estaba llorando, pero llorando de verdad, la cara empapada como si saliese de la ducha y en perfecto silencio, mientras sus hombros se sacudían espasmódicamente como la carrocería del Citroën.

Le pregunté qué le pasaba, mamá qué te pasa, ¿estás bien?, dijo que sí con la cabeza pero seguía llorando sin apartar la mirada de la tele, mamá te juro que me gusta la película, en serio, me gusta de verdad, y entonces la solterona Rosalind Russell rompió la camisa de William Holden y le hizo pasar el ridículo y yo me pregunté si mamá lloraba por anticipado, porque a veces uno sufre desde antes cuando en una película o un libro sabe ya que va a pasar algo malo, como me pasaba a mí con Houdini, y eso me tranquilizó durante el rato en que mamá me abrazó sin decir palabra, por lo menos hasta que la película terminó y terminaba bien (¿por qué el llanto, entonces, por qué esa lluvia?) y me dio un beso húmedo y me dijo buenas noches, buenas noches mi amor, y me dejó solo en el sillón delante de un noticiero que hablaba del Presidente esto, de la Armada aquello, de las nuevas medidas económicas, de la lucha incansable contra la subversión apátrida, guerrilleros abatidos, Tucumán, dólar; lo de siempre.

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