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Tercera hora: Lenguaje » 61. Del arte de las milanesas

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61. Del arte de las milanesas

Como suele ocurrir con las cosas simples, las milanesas son difíciles de hacer bien. Si no me creen, vean a mamá.

Mamá hacía todo mal. Para empezar, no le sacaba la grasita y los tendones a la carne, lo cual garantizaba que, una vez al fuego, las milanesas se iban a contraer sobre sí mismas —las milanesas Quasimodo eran su especialidad—, por consiguiente, cociéndose desparejas. Tampoco pasaba el pan rallado por el colador para separar las migas más gruesas del polvo más fino, lo cual redundaba en milanesas que parecían hechas con canto rodado. En cualquier momento te descubrías masticando un pedazo de cáscara de huevo, que se le había escapado al romperlo.

«Es mejor cuando ablandás la carne», dije yo, abalanzándome sobre el cajón de los cubiertos. Había visto por allí uno de esos martillitos de madera que se emplean ad hoc.

Me miró con sospecha, pero me dejó hacer. Estaba ocupada con la sartén, el aceite y el fuego de la hornalla. En la cocina, para mamá no existían las graduaciones. Nada de mínimo o mediano. Siempre ponía el fuego al máximo.

Agarré una tabla de picar y me aboqué a la tarea. La idea es golpear la carne para volverla más tierna, para evitar que al cortar uno desgarre solo el pan, descubriendo por debajo una suela.

Bam bam bam.

«Queda mejor cuando le ponés un caldito al huevo», dije yo sin dejar de martillar, «porque le da un sabor rico».

«¿Para qué le pegás, nene?», gritó el Enano, sentado en la mesada y envuelto en un toallón blanco; parecía Humpty-Dumpty. «¡No ves que la milanesa ya está muerta!»

«¿Desde cuándo sabés tanto, vos?», preguntó mamá, intrigada. «¿Estuviste viendo a Doña Petrona?»

El Enano se rió. Doña Petrona era una señora gorda y de dedos retorcidos que cocinaba por televisión en los programas de mujeres. Tenía una ayudante que se llamaba Juanita y una forma de hablar muy divertida: no decía Juanita sino Jua-Ni-Ta, acentuando las tres vocales.

«Me lo enseñó la mamá de Bertuccio.»

«Oj.»

«Qué tiene. ¡Es una genia, la mamá!»

«Lindo concepto del genio, tenés vos. ¡Aristóteles, Galileo, Einstein y la mamá de Bertuccio!»

«Se te quema el aceite.»

Mamá corrió a echar la primera milanesa, que generó un chisporroteo infernal.

«Esa mujer es una gorda que no hace un corno a la vela», insistió mamá, herida en su orgullo.

«Primero, no es gorda. Es flaca. Y segundo, sí que hace cosas. Lo ayuda a Bertuccio con los deberes, por ejemplo.»

«¿Y para qué te voy a ayudar yo a vos si nunca necesitás ayuda? Yo tengo un hijo muy listo.»

«Y está en la casa cuando Bertuccio llega del colegio.»

«Vos cuando llegás te prendés a la tele y no me das bola. Te pregunto cómo te fue, y siempre decís lo mismo: bien. ¿Para qué me querés acá?»

«Se te quema.»

«¡Ay!»

Demasiado tarde. La milanesa había dejado de ser Quasimodo para convertirse en Londres después del Gran Incendio.

Mientras mamá contemplaba su obra lastimera, aproveché para poner el fuego al mínimo.

«¿Te animás a seguir vos?», me preguntó. «Yo me tengo que ir.»

Yo estaba preparado para esta contingencia. La conversación telefónica de mamá me había puesto sobre aviso, y pensaba dar pelea.

«¿Cómo que te vas?»

«Me tengo que ir.»

«¿Adónde?»

«A una reunión de trabajo.»

«¿Qué trabajo? ¡Si te echaron!»

«Me echaron del laboratorio. Pero eso no significa que no tenga otras cosas que hacer.»

«¿Qué cosas?»

«Cosas. Vos sabés.»

«¿Más importantes que nosotros?»

(Estaba dispuesto a todo.)

«No hay nada más importante que ustedes.»

«Entonces quedate.»

«No puedo.»

«Esta vez quedate, dale. ¡Vas otro día!»

Mamá sacó la sartén del fuego y después puso las manos encima de mis hombros. Me miró a los ojos, bien de cerca (casi tanto como para un beso esquimal, nariz frotando nariz), y me fulminó con la Sonrisa Desintegradora.

«No me podés pedir que haga algo que está mal. Vos no.»

Mamá, uno. Harry, cero.

Las milanesas me salieron riquísimas. Estaban muy, muy tiernas. Papá y Lucas me elogiaron exageradamente, por una vez aliviados de la cocina insípida y casi mineral que era la especialidad de mi madre. Debo haber comido muchas, porque al rato empezó a dolerme la panza y terminé vomitando.

Cuando me fui a acostar mamá todavía no había vuelto.

Llegó al rato largo. Papá y Lucas todavía estaban despiertos. La oí comentar algo de los controles de las rutas. Entonces papá le dijo de mi panza y un instante después ella estaba ahí, abriendo la puerta.

Me hice el dormido pero no le importó. Me habló como si supiese que se trataba de una actuación, y eso que estuve genial, ojos cerrados, cuerpo inmóvil, respiración profunda, sin que un solo gesto me traicionase. Se ve que no quería despertar al Enano porque me habló al oído, un soplo tibio en el caracol de mi oreja, la oreja izquierda, me acuerdo bien, diciendo que no me preocupase, que todo iba a estar bien, que ella iba a estar siempre ahí (¿al lado mío o en mi oreja?), que me quería mucho y que de todos los experimentos que había hecho en su vida científica, yo era el que mejor le había salido. Y que no le importaba que la oyese diciendo estupideces como esa, ni llenarme de baba la oreja, y ni siquiera —mirá vos— parecerse a la mamá de Bertuccio.

A lo mejor se dio cuenta por mi sonrisa.

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