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Tercera hora: Lenguaje » 63. Preguntas correctas

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63. Preguntas correctas

Lucas y yo no tardamos mucho en llegar al límite de lo que podíamos decirnos. En el tiempo que compartimos hablamos hasta la ronquera de todo aquello que nos estaba permitido, dadas las reglas del juego. Hablamos mucho de Los Beatles, nuestros cuatro evangelistas; fue Lucas quien me hizo notar que había una canción de Los Beatles para cada estado del alma. (Hasta los más desesperados, como Yer Blues.)

Hablamos de la inutilidad de buena parte de las materias escolares y de la forma en que las valiosas de verdad debían ser impartidas. ¿No sería apropiado que se le diese a cada alumno la oportunidad de encontrar un libro que le cambiase la vida? ¿No habría que escuchar la mejor música y cantarla y bailar? Para aprender Geografía, ¿no deberían empezar por enseñarnos a viajar solos? (Se usa poco la brújula en estos días, como si no pudiésemos perdernos.) Y en lo que hace a la Historia, ¿no sería sensato arrancar con la historia del presente? Si no comprendemos lo que está pasándonos, ¿cómo aprovecharemos la experiencia de nuestros antecesores?

(De tanto en tanto, al traer sus recuerdos al presente, a Lucas se le escapaban verbos en plural, estábamos, corríamos, una vez vinimos, que me hacían pensar que él también había dejado atrás a un Bertuccio, o un Enano, pero por supuesto no podía preguntarle al respecto.)

Hablamos de nuestras experiencias con el sexo femenino, que en su caso eran cuantiosas y variadas —a pesar de que seguía negándome que la chica de su billetera era o había sido su novia— y en la mía se limitaban a Mara, la de Inglés, y la hija de unos amigos de mis padres que despertaba en mí la compulsión a hacer el ridículo. Imagino que presenté un pobre caso a favor de los hombres inteligentes y sensibles, y que en alguna medida soy responsable de que haya terminado casada con un polista.

También hablamos de historietas, series y películas. Lucas me preguntó una vez si había leído una historieta llamada El Eternauta. Estaba seguro de que me iba a encantar, dado mi fanatismo por Los invasores. Le dije que la buscaría. Recuerdo que una sonrisa de Gioconda le encendió el rostro y me dijo que en esos días, preguntar en un kiosko por El Eternauta también era una pregunta incorrecta.

Todos los caminos conducían a una pregunta incorrecta. Durante unos días, creímos estar condenados al silencio.

No sé si empezó él o si fui yo. Supongo que fui yo, el Hijo de la Roca, porque ya entonces padecía la fiebre que me impulsó siempre a ignorar, o al menos burlar los límites que se me imponen, al mejor estilo Houdini; no diré que era ciego a los condicionamientos, pero sí daltónico. Dado que nos estaban vedadas las preguntas incorrectas, debo haberme exprimido la cabeza en busca de preguntas correctas, preguntas que pudiésemos formular en voz alta, a viva voz, bajo la luz del sol, porque no me gustaba que me impidiesen hacer preguntas, empiezan por prohibirte algunas y después te las prohíben todas, es lindo hacer preguntas, aquel que deja de hacer preguntas está seco, está muerto. Entonces dimos con la veta. Había preguntas de esas que parecen elementales de tan obvias, pero cuya respuesta ignorábamos. Por qué el cielo es azul, por ejemplo. Por qué los libros tienen esta forma y no otra. Por qué el agua moja. Por qué la naturaleza inventó lo picante. Quién creó el flequillo. Por qué las hojas se vuelven doradas en otoño. Por qué el helio te pone la voz finita como la de Benito, el chiquitín de Don Gato y su pandilla. Por qué el aire es transparente. Cómo es que los discos atesoran la música. Por qué se les dibujan halos a los santos. (Contribución del Enano.) Por qué murieron las lenguas muertas. Por qué no cantamos en vez de hablar. Cuánto calor hace en el Sol, una pregunta que en pleno invierno traducía una nostalgia exquisita. ¡No podíamos parar!

Nos tumbábamos en el pasto, la espalda contra un árbol, sin pensar en el frío, y nos quedábamos un buen rato en silencio. Parecía que no estábamos haciendo nada, pero estábamos muy ocupados. Sentíamos la rugosa corteza de nuestros respaldos, sin importar el grosor de las camperas. Descubríamos cuán suave y húmeda era la tierra sobre la que estábamos sentados. Respirábamos un aire helado, cuyo recorrido podíamos acompañar dentro del cuerpo hasta que se ponía tibio y entonces lo perdíamos, porque ya era parte de nosotros. A veces me parecía que podía ver licuarse los cristales de las ventanas. (Los vidrios son líquidos a los que, en la video de nuestra percepción, hemos dejado en pausa.) Y entonces uno de nosotros, cualquiera, soltaba la primera pregunta, los pelos de la cabeza, ¿son nuestras antenas?, y el otro largaba la suya, ¿por qué cinco dedos en la mano, en lugar de tres o siete o doce?, y después salían de corrido, entre nubes de vapor que nos hacían parecer dragones de los buenos, porque los dragones buenos, es vox populi, exhalan humo blanco.

Por lo general no nos molestábamos en dar respuesta a tantas preguntas. En buena medida porque no sabíamos las respuestas, a excepción de algunas pocas de las que Lucas podía hacerse cargo. Fue él quien me habló de los acuíferos, por ejemplo. Los acuíferos son nichos o capas de agua que hay debajo de la tierra, bien abajo, que recolectan lo que queda de las lluvias y se las arreglan para devolverlas al mar; todo está conectado. A veces salía alguna respuesta cómica o poética, los santos tienen halos para que Dios no les pierda pisada desde arriba, si los libros tuviesen forma de pluma no habría pájaros sino bibliotecas voladoras, esas cosas, pero libremente, porque el juego estaba en las preguntas y no en las respuestas, en defenderlas para que quedase claro que las preguntas incorrectas no existen; lo que existen son las respuestas incorrectas.

En los días previos a la ida a Dorrego casi no lo vi. Un día se fue a los cinco minutos de mi regreso del colegio y volvió cuando yo ya estaba por el quinto sueño. Otro día volvió temprano, pero acusó un cansancio inusual y se fue a dormir sin siquiera cenar, yo creo que no quería hablar con nadie, estaba pálido y parecía ansioso por encerrarse dentro de su bolsa con el cierre hasta arriba, volver a la matriz, a respirar sus propios olores y corroborar que seguía vivo. Yo me sentía frustrado, por esa tendencia hormiguística de uno al acopio de afecto para cuando no lo haya, tener mucho Lucas en esos días para compensar el poco Lucas que tendría en Dorrego, uno puede cargar mucho afecto sobre los hombros, cantidades enormes, tan desproporcionadas como las hojas enormes que cargan las hormigas sobre su cuerpito magro. No pudo ser. La noche del viernes me quedé hasta bien tarde, pero Lucas no volvió a tiempo.

Lo vi un minuto, eso sí, el sábado por la manaña. Hicimos tanto ruido con los preparativos para la partida —yo estuve particularmente ruidoso—, que se despertó y vino a despedirnos. El Citroën ya había arrancado, incluso, cuando pareció recordar algo y corrió hacia el auto con sus patas de araña gigante.

«Nueve mil novecientos treinta y dos grados Fahrenheit», me dijo, empañando el vidrio de mi ventanilla.

«¿Qué cosa?»

«La temperatura del Sol.»

«¡Cuidame los sapos, Lucas!», se metió el Enano.

«No te preocupes. ¡Nos vamos a hacer compañía!»

Papá y mamá reiteraron sus adioses y nos fuimos.

Durante Dorrego tuve poco Lucas, pero al menos tuve algo. Cada vez que me acordaba de él, me lo imaginaba vestido con un impermeable que le daba un aire de misterio, sigiloso, saltando de umbral en umbral y de sombra en sombra, los ojos chiquitos y claros —como las bolitas con las que jugamos una vez— atentos a la posible presencia del enemigo. Lucas trataba de llegar a un edificio oscuro sin ser descubierto. Una vez dentro se quitaba el impermeable y protegido por su remera naranja se olvidaba por un rato de su misión secreta y del peligro que lo aguardaba afuera y marchaba con pasos de siete leguas rumbo al mostrador donde decía buenos días, señorita bibliotecaria, ¿cómo puedo averiguar la temperatura del Sol?

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