Kamchatka

Kamchatka


Agradecimientos

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Agradecimientos

Uno puede abrir las puertas a las ideas, pero ellas nos visitan cuando quieren. En mi experiencia suelen desechar las puertas para colarse por las ventanas, y para peor casi siempre disfrazadas de otra cosa. Mi primera novela, El muchacho peronista, era originalmente una historieta. Mi segunda novela, El espía del tiempo, fue concebida como novela, pero me compraron la idea para el cine mucho antes de que una editorial manifestase interés en el texto original. Kamchatka, pues, no podía ser la excepción. La idea surgió cuando buscaba un guión para el director de cine Marcelo Piñeyro. Ya habíamos trabajado juntos en la adaptación de Plata Quemada, y estábamos ansiosos —al menos yo lo estaba— por repetir la experiencia. Durante meses barajamos miles de argumentos posibles, uno de los cuales rozaba lo que terminaría siendo Kamchatka. Trataba de un niño de diez años, hijo de desaparecidos, que en la Argentina de la dictadura militar se veía obligado a vivir con su abuelo, un virtual desconocido. Como entenderá cualquiera que ya haya leído este libro, ese relato comenzaba donde Kamchatka termina. Le dimos vuelta durante meses hasta que lo abandonamos. Imagino que, sin decirnos nada, ambos temíamos que esa historia fuese demasiado oscura, triste y llena de silencios; que fuese una historia de ausencias.

Con el tiempo descubrimos que la veta más rica estaba en lo que precedía al encuentro con el abuelo, cuando el protagonista, arrastrado por sus padres, se veía obligado a vivir la experiencia de la clandestinidad. De niños jugamos siempre a ser otros, cowboys o astronautas, reyes o futbolistas; nos gusta cambiar de nombre e inventarnos una nueva historia y explorar territorios desconocidos. Contar la historia de la clandestinidad, pues, nos permitía apartarnos del relato de horror, porque el niño sufriría la pérdida, sí (perdería su casa, su colegio, sus amigos, sus juguetes), pero al mismo tiempo aprovecharía la oportunidad para la aventura. Con la bendición de sus padres, cambiaría de nombre y de historia y saldría al mundo ancho y desconocido. En este punto, el relato se apartaba de la oscuridad del comienzo y hasta podía estar lleno de ruidos y de peripecia y de música y de humor.

Quise poner la historia en unas cuantas páginas, para trazar el mapa sobre el que avanzaría el guión. Empecé varias veces. Arrancaba con un relato en tercera persona (ésta es la historia de un niño de diez años, que comienza el día en que su madre lo va a buscar al colegio a media mañana y…) y a los pocos renglones, el relato viraba automáticamente a la primera persona y me descubría escribiendo como si el niño fuese yo: Ya me había subido al Citroën cuando mamá dijo que nos íbamos a tomar unos días de vacaciones. ¿Así de repente? ¿Y el colegio? Van a ser unos días, nomás. ¿Y adónde vamos? A la casa de unos amigos, dijo ella… Le pregunté si pasaríamos por casa a buscar algunas cosas, libros, la pelota, la bici. Me dijo que todo lo que íbamos a recoger era al enano que estaba en el jardín. Primero pensé que no teníamos ningún enano en el jardín y después entendí que hablaba de mi hermano.

Había descubierto la voz de Harry. Y con ella descubrí que Kamchatka era para mí mucho más que un guión. En estado febril, le dije a Piñeyro que no sabía si Kamchatka terminaría siendo o no una película, pero que de cualquier forma yo quería escribir la novela. Me dio su beneplácito. Le entregué el cuento de sesenta páginas en que se había convertido mi sinopsis original, y que ya contenía todos los elementos que de mi infancia se habían trasladado a la infancia de Harry: el TEG, Houdini, los sapos, el Enano, los cigarrillos Jockey Club de mamá… Su respuesta no pudo ser más alentadora. No sólo me dijo que en efecto, esa era la película que quería hacer, sino que me alentó para que escribiese el guión yo solo. Para él va entonces mi agradecimiento inicial, porque creyó en Kamchatka, pero también porque fue el primero en creer en mí.

En la escritura de Kamchatka conté con invalorable información de una serie de autores a quienes también querría expresar mi agradecimiento.

Mis aventuras en el terreno de la biología se las debo a La trama de la vida, de Fritjof Capra (1998) y a Así es la Biología, de Ernst Mayr (1998). Mis excursiones por el cielo se las debo a John North y su Historia Fontana de la Astronomía (2001). También me serví de la Historia del tiempo (A Brief History of Time), de Stephen Hawking (1991).

De la Argentina política e histórica en la que Harry y yo fuimos niños me contaron Eduardo Anguita y Martín Caparrós en el segundo volumen de La Voluntad (1998) y Miguel Bonasso en Diario de un clandestino.

El Heródoto al que recurrí fue el de la traducción de Robin Waterfield: The Histories, Oxford University Press, 1998.

La cita de la Odisea fue tomada de la traducción de Robert Fagles, editada por Penguin en 1996. La frase de Margaret Atwood figura en su novela The Blind Assassin (Bloomsbury, 2000). La cita de Emerson la encontré en un discurso que pronunció en Harvard en 1837. La edición de Le Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory, es de Penguin English Library, 1981. Y las cartas de Durrell que uso en el texto fueron tomadas del apasionante libro de Jorge Fondebrider, La Buenos Aires ajena (2001).

Quiero agradecer además el apoyo de Amaya Elezcano y todo el increíble equipo de Alfaguara España. A Juan Cruz, Pepe Verdes, Ximena Godoy y la gente de la Oficina del Autor. A Fernando Esteves, Mercedes Sacchi, Claudio Carrizo, Analía Rossi, Amalia Sanz y Juliana Orihuela, que tanto hicieron por mí en Alfaguara Argentina. A Jesús Robles, de Ocho y Medio, por su entusiasmo. Al fotógrafo Juan Hitters, por su retrato.

También a Bernarda Llorente y Manuel Gaggero, que compartieron conmigo sus historias de los años oscuros. A Mauricio Runno, José Luis García Guerrero, Sergio Olguín y Cristián Kupchik. Y a Julio Talavera y la gente de HIJOS, que me dieron una de las alegrías más grandes de mi vida.

Debo agradecer enormemente a Pablo Bossi, Paco Ramos y Oscar Kramer, que ayudaron a hacer de Kamchatka una película. A Nico Lidijover y Miguel Cohan, compañeros. A Martha Olivera, que comprendió de inmediato que este era un relato de aparecidos. A Ricardo Darín, Héctor Alterio, Fernanda Mistral, Mónica Scaparone, Oski Ferrigno, Tomás Fonzi, Matías del Pozo y Milton de la Canal, que le dieron carnadura. Y muy especialmente a Cecilia Roth, cuya generosidad conmigo fue y sigue siendo impagable.

Finalmente mi deuda más grande es con mis amigas Ana Tagarro, Miriam Sosa, Paula Álvarez Vaccaro, Cynthia Lejbowicz, María Fasce y Andrea Maturana, que nunca fallan.

Quiero dedicar este libro a mi familia: mi padre y mi madre, mis tíos y abuelos, que nos criaron a mis hermanos y a mí en el ambiente de amor que hizo posible que nuestras almas sobrevivieran durante los años que los argentinos vivimos en Kamchatka; y a mis hijas, Oriana, Agustina y Milena, en la esperanza de que este libro forme parte de ese mismo, maravilloso legado.

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