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Cuarta hora: Astronomía » 71. Donde contemplamos las estrellas y descubro más cosas de las que caben en este título

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71. Donde contemplamos las estrellas y descubro más cosas de las que caben en este título

Según la abuela, observar las estrellas era poco menos que una tradición familiar. Papá recibió el telescopio que conservaba en su cuarto para su décimo cumpleaños. Presa de una breve fiebre estelar, bautizó a uno de los perros del campo con el nombre de Kepler. Uno debe pensarlo muy bien antes de ponerle nombre a alguien, porque los nombres te marcan el destino. Según los Salvatierra, que llegaron a conocerlo en su vejez, Kepler tenía prohibida la entrada a la casa porque siempre iba seguido de una nube de gases.

Ya de novio con mamá (que había estudiado el tema con cierta seriedad, dado que la astronomía es pariente de la física), cada vez que iban al campo se quedaban viendo las estrellas después de cenar. La abuela decía que en esa época el cielo estaba lleno de turistas. Según su versión, a los rusos y yanquis ya no les bastaba disputarse la Tierra, y por eso llenaban el espacio de cápsulas y satélites, de perros y de monos, de cohetes descartables y de astronautas que soñaban con la Casa Blanca. Ella juraba que una noche habían visto un satélite, versión que siempre producía risas en papá.

«… y dale con lo del satélite. ¡Era una estrella fugaz, mamá!»

«¡Si la lucecita era roja!»

«Rojo era el vino que te habías tomado», terció el abuelo.

Nunca vi otro cielo como el cielo de Dorrego, tan vasto y tan negro y con tantas estrellas de infinitos tamaños y luminosidades. Quizá se luzca así porque la Tierra no interfiere con él: el terreno es plano y no hay grandes ciudades que opaquen las estrellas con sus luces artificiales y su propia nube de gases. (Las ciudades tienen una vergonzosa tendencia a imitar los brillos de las estrellas; basta con verlas desde un avión.) No hay forma de abarcarlo de un solo vistazo. Es necesario retorcer el cuello como si fuese de goma y mirar hacia los cuatro puntos cardinales y otra vez hacia arriba y una vez allí barrer con la mirada de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, y ni siquiera así se aproxima uno a cubrir la mitad de su extensión. Había estrellas tan pegadas entre sí que creaban zonas blancas en el cielo; la simple contemplación de este fenómeno te convertía en hermano de aquel que miró por primera vez y vio leche derramada.

Antes de Dorrego el cielo era una pantalla negra en la que brillaban unas estrellas encantadoras, un poco más o menos fulgurantes, apenas más lindo que la cúpula del cine Ópera. Dorrego me reveló el otro cielo, el del domo sin límites, que te manda de cabeza al diccionario a buscar sinónimos de infinito, el de las estrellas que se arremolinan ya no en constelaciones sino en galaxias, estrellas como enjambre de abejas, que sugieren no inmovilidad ni permanencia sino movimiento, la estela de algo o alguien que pasó, que acaba de pasar, recién nomás, justo cuando no mirábamos. Era un cielo delante del cual creías entenderlo todo como si acabases de recibir una revelación, la necesidad del hombre de crear un lenguaje que lo describa, una geografía que nos ubique en relación a ese fenómeno, una biología que nos recuerde cuán nuevos somos en la vecindad y finalmente la historia, porque el cielo de Dorrego cuenta cosas y lo cuenta todo al mismo tiempo: historias íntimas y épicas, el amor y la pérdida, la miniatura y el fresco.

Mamá desplegó una frazada en el pasto, sobre la que nos echamos los cuatro. El Enano se durmió de inmediato, un sueño profundo; yo le abría los párpados y lo iluminaba con la linterna de papá y él ni se mosqueaba.

«Cuando tus papás eran novios nos quedábamos viendo las estrellas, siempre, después de comer», dijo la abuela desde su sillón, fiel a su labor de guía del Museo de Nuestra Felicidad.

«¡Uy, mirá! ¡Una estrella fugaz!», dijo mamá.

«¿Dónde, dónde?»

«Por ahí, mirá. Pero ya no está. Por algo le dicen fugaz. Si no estás atento te la perdés.»

«¿Qué es una estrella fugaz?»

«A veces, cuando te ponés a ver el cielo, descubrís una estrella que pasa volando a mil por hora, fffftt, y desaparece», dijo papá.

«En realidad no son estrellas», acotó mamá. «Son piedras, fragmentos de asteroides que al entrar en nuestra atmósfera se encienden…»

«No no no», dijo papá. «Ciencia no.»

«¿Por qué ciencia no?», protestó mamá.

«Porque beso sí.»

Empezaron a besuquearse, pero yo tenía otras cosas en mente.

«¡No veo nada!»

«Tenés que tener paciencia. Mirar y mirar.»

«Hasta mañana, gente», dijo el abuelo.

«Vos no te vas, abuelo», dije yo, y empecé a tironear de su brazo hasta que lo derribé sobre nuestra frazada.

«¿Y ahora quién me levanta?», dijo el abuelo entre risas.

«Una grúa del Automóvil Club», le tiró la abuela, todavía escaldada por la broma del vino y la lucecita roja.

«Que te levante tu nieto, que es el más fuerte de la familia», dijo papá.

«Yo te levanto. Pero después. Ahora te quedás acá.»

«Si me llego a enfriar…»

«¿Esa es la Cruz del Sur?»

«Claro.»

«Si ves una estrella fugaz», dijo papá, «le podés pedir un deseo».

«¿Y qué tienen que ver las estrellas con los deseos?»

«No sé. Pero que se te cumplen, se te cumplen. Yo pedí uno, una vez, acá mismo, y se me cumplió.»

Papá miró a mamá con cara de bobo y empezaron otra vez a los besos.

De repente el Enano se sentó, se frotó los ojos y empezó a gritar: «¡Soñé con una luz! ¡Soñé con una luz!».

No sé cuánto tiempo nos quedamos así, el Enano repitiendo la historia de su visión en el regazo de la abuela, papá y mamá a los arrumacos y el abuelo contándome la historia de Orión, el Cazador, mientras yo seguía echado panza arriba y miraba al cielo haciendo esfuerzos por no pestañear.

Las estrellas fugaces son desprendimientos rocosos que se encienden al ingresar en nuestra atmósfera. En esto mamá tenía razón. Por algún motivo están vinculadas a los deseos, que uno debe pedir al verlas surcar el cielo. En esto papá tenía razón.

Yo miré y miré hasta que me ardieron los ojos, pero no vi nada.

Debe ser por eso que mi deseo no se cumplió.

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