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72. Sobre los finales (in)felices

No me gustan las historias que terminan mal. Ese era mi problema con Houdini, por ejemplo. Tony Curtis está sumergido en la Tortura de Agua China, con un chaleco de fuerza y los tobillos sujetos por grilletes, y ya no tiene fuerzas para luchar. Las últimas burbujas de aire escapan por su boca. Alguien grita; una mujer, creo. Otro rompe el cristal y deja salir el agua, que se derrama sobre el escenario y salpica a los espectadores de las primeras filas. Tony Curtis dice unas palabras postreras a Janet Leigh y después muere. Hubiese sido preferible que lo atropellase un auto, o que se estrellara con su moto como Lawrence de Arabia. (Lo bueno de Lawrence es que empieza por el final; de esa forma el trago amargo viene al principio y el relato culmina en el sitio al que pertenece, el desierto.) Eso de que Houdini fracase en pleno escape, que por única vez no pueda deshacerse de sus ataduras, suena a burla del destino. Una bien cruel, como esos castigos que los dioses propinaban a los mortales que querían volar o robarles el fuego sagrado, una forma de decir pudiste escapar de todo, Harry, pero existe algo de lo que nadie escapa.

Recuerdo mi impresión cuando descubrí que las historias de Robin Hood que coleccionaba desde que aprendí a leer (cuando una historia me gusta, compro todas las versiones que encuentro; a esa altura era dueño de ocho Robin Hood) tenían la extraña tendencia a terminar antes de tiempo. Por lo general acababan con el regreso del rey Ricardo Corazón de León, que perdonaba a Robin, le devolvía sus tierras y el título nobiliario y bendecía su casamiento con Lady Marian. Pero en la biblioteca del abuelo encontré otra versión, un libro gordo de la Editorial Péuser. En esa edición la historia continuaba. Y contaba cómo uno de los villanos se colaba en una fiesta y acuchillaba a Lady Marian y a su pequeño hijo, Richard. Lo cual era un horror, pero ni siquiera el último. El libro terminaba con el relato de un enfermo y deprimido Robin, que del brazo del Pequeño Juan llegaba a un convento buscando atención médica. Allí era recibido por una monja que le sugería una sangría. Reducido en sus facultades y en su voluntad de vivir, Robin no reconocía en la monja a una vieja pariente suya, que le guardaba resentimiento. Ante la oportunidad de vengarse (en aquel entonces la gente encontraba habitual que los religiosos se permitiesen las mismas pasiones que los laicos), la mujer le abría las venas y desaparecía con un pretexto. Cuando el Pequeño Juan decidía ir a buscarla, ya era tarde. Robin se desangraba.

No comenté este descubrimiento con nadie. Guardé el libro en su anaquel, en el hueco preciso que había creado su ausencia, para que nadie notase cambio alguno.

Y sin embargo, todo había cambiado.

Por primera vez entendía que estar del lado del bien no garantizaba un final feliz. Fue como si algo eliminase de cuajo la fuerza de gravedad: dejé de estar atado a la Tierra, el arriba se convirtió en un abajo infinito; caer era una frase sin punto final.

Desde entonces, la misma expresión final feliz me parece envenenada. La parte feliz está adosada para ayudarnos a digerir la noción de lo final, como el remedio cuya amargura enmascaran detrás del sabor a frutilla. A nadie le gusta saber que va a terminar. Si por nosotros fuera seguiríamos siempre, al mejor estilo de los conejitos de Duracell.

Mi tardía educación religiosa hizo lo imposible por darme un consuelo. Las buenas obras nos valdrían un final feliz… después del final. Por eso el cura gordo lloraba de alegría ante la muerte de Marcelino: porque el niño había sacado un pasaje de primera al Cielo. Por eso Richard Burton y Jean Simmons marchaban felices al martirio en El manto sagrado: porque imaginaban que en cuestión de minutos estarían en el Paraíso, cuyo esplendor sería tal que humillaría incluso a las películas en setenta milímetros.

Las explicaciones del padre Ruiz nunca me bastaron. Quizá porque, inadvertidamente, mis padres habían plantado en mí la semilla del agnosticismo. Papá trabajaba para que hubiese justicia en esta Tierra —y si hay justicia hay finales felices, aquí y ahora. Mamá creía en el principio de la causalidad pero dentro de este mundo, ya que no hay forma de comprobar si existe otro, y mucho menos de saber qué cosas de aquí tienen qué efecto allá. Imagino que el amor que le tenían a esta vida les impedía relativizarla en beneficio de otra. Hasta donde podían ver, esto que tenían entre manos era todo lo que había. Todos sus actos estaban dirigidos a causar un efecto en esta vida; el resto, si es que lo había, se daría por añadidura.

Con el tiempo entendí que las historias no terminan, simplemente. Y para esto tengo una explicación que en parte es histórica (la parte que debo a papá), en parte biológica (la parte que debo a mamá) y en parte poética; de esta última soy el único culpable.

Yo creo que las historias no terminan, porque aun cuando sus protagonistas ya no están, sus actos siguen obrando sobre los que viven. Por eso creo en la Historia como el océano al que van a dar los ríos de las historias individuales. Las vidas previas nos proporcionan un marco. Nosotros somos la prolongación de esas historias, así como aquellos que vengan después prolongarán las nuestras. Estamos ligados en una red que atraviesa el espacio —todos los seres vivos nos conectamos de una forma íntima, que entrelaza nuestras suertes— y también atraviesa el tiempo; una red en la que cabemos los de hoy, pero también los de ayer y los de mañana.

Yo creo que las historias no terminan, porque aun cuando una vida se acaba su energía da vida a otras. Un cuerpo muerto (piensen en las larvas) no hace más que multiplicar la vida que vive bajo tierra, para que fructifique sobre la tierra y alimente a muchos que, a su vez, darán vida al morir. Mientras haya vida en este universo, la historia de ningún ser acabará en sí misma; se transformará. Cuando morimos, el relato de nuestra vida se limita a cambiar de género. Ya no somos un policial, o una comedia, o una historia épica. Somos un libro de geografía, de biología, de historia.

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