Kamchatka

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Primera hora: Biología » 3. Me quedo sin tíos

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En el tablero del TEG, la distancia entre Kamchatka y la Argentina es engañosa. Si trasladase sus dimensiones planas al volumen de un globo, aquel trayecto que parecía irremontable se volverá proximidad. Ya no hay que atravesar todo el mundo conocido para llegar de un sitio a otro. Kamchatka y América están tan lejos que casi se tocan.

De la misma forma, la despedida en el despacho de naftas y el comienzo de mi historia son extremos que se superponen; se ve el uno en el otro. El sol de octubre se confunde con el sol de abril, esta mañana se monta sobre aquella. Es fácil olvidar que un sol es la promesa del verano y el otro su despedida de escena.

En el hemisferio sur, abril es un mes de extremos. El otoño comienza y con él los fríos. Pero las ráfagas duran poco y el sol vuelve a imponerse. Los días todavía son largos. Muchos parecen robados al verano. Los ventiladores prestan sus últimos servicios y la gente escapa a la playa durante el fin de semana, tratando de correr más rápido que el invierno.

En sus vestiduras, aquel abril de 1976 se parecía a todos. Yo estrenaba mi sexto grado. Estaba hundido en horarios que no dominaba y listas de libros por conseguir. Todavía cargaba más útiles de los necesarios y protestaba por mi ubicación en el aula, demasiado próxima al escritorio de la señorita Barbeito.

Pero algunas cosas eran distintas. El golpe militar, por ejemplo. Aunque papá y mamá no decían mucho al respecto (más que furia o abatimiento, parecían sentir incertidumbre), era obvio que se trataba de algo serio. Por lo pronto, mis tíos se habían desvanecido como por arte de magia.

Hasta 1975, mi casa del barrio de Flores estuvo llena de gente que entraba y salía a toda hora y que hablaba fuerte y se reía y golpeaba sobre la mesa para remarcar una frase y que tomaba mate y cerveza y cantaba y guitarreaba y ponía los pies sobre el sillón como si viviese con nosotros desde siempre. En la mayoría de los casos, no los había visto nunca antes ni los volvería a ver. Cuando llegaban, papá nos presentaba a cada uno. Tío Eduardo. Tío Alfredo. Tía Teresa. Tío Mario. Tío Daniel. Nunca nos acordábamos de los nombres, pero no era necesario. Al rato el Enano iba al comedor y con su mejor voz de inocente decía Tío, ¿me das coca?, y se levantaban como cinco a servirle y volvía con vasos desbordantes a la pieza, a tiempo para

El santo.

A fines del 75 los tíos comenzaron a ralear. Cada vez venían menos. Ya no hablaban fuerte ni cantaban ni reían. Papá ni siquiera se molestaba en presentarlos.

Un día me dijo que el tío Rodolfo había muerto y que quería que lo acompañase al velorio. Yo no sabía quién era el tío Rodolfo. Acepté porque dijo que iría conmigo y no con el Enano; un reconocimiento de mi superioridad de hijo mayor.

Fue mi primer velorio. El tío Rodolfo estaba al fondo en un cajón y había como tres o cuatro salones llenos de gente enojada y enfática que tomaba café con mucha azúcar y fumaba como escuerzo. Eso me sacó un peso de encima, porque detesto a la gente quejosa y había imaginado que un velorio debía ser una convención de llorones. Me acuerdo que se acercó el tío Raymundo (no lo conocía; papá me lo presentó ahí) y que me preguntó por el colegio y dónde vivía y yo le mentí sin siquiera pensarlo. Que vivía cerca de la Boca, le dije. No sé por qué.

De puro aburrido me arrimé al cajón y descubrí que conocía al tío Rodolfo. Tenía las mejillas hundidas y los bigotes un poco más grandes, o quizá parecían más grandes porque estaba más flaco y más formal en la muerte, o quizá la formalidad era una consecuencia del traje y la camisa de cuello grande, pero era el tío Rodolfo, sin dudas. Uno de los pocos que había vuelto a casa dos o tres veces, y que había hecho un esfuerzo para mostrarse simpático con nosotros. En su última visita me regaló una camiseta de River Plate. Cuando volvimos del velorio revisé mi placard y allí estaba, segundo cajón al fondo.

No la toqué, siquiera. Cerré el cajón y la borré de mi mente, por lo menos hasta la noche en que soñé que la camiseta salía sola del placard y reptaba hasta mi cama como una serpiente y se enroscaba en torno de mi cuello y me ahogaba. Lo soñé varias veces. Cada vez que despertaba me sentía estúpido. ¿Cómo iba a estrangularme una camiseta de River si yo era de River?

Hubo otros signos, pero ninguno más ominoso. El miedo se había instalado en mi propia casa, en mi cajón, prolijamente doblado y oliendo a limpio, entre los soquetes y las medias.

Nunca le pregunté a papá cómo había muerto el tío Rodolfo. No era necesario. Nadie muere de viejo a los treinta años.

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