Kamchatka

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Primera hora: Biología » 5. Una digresión científica

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Esa mañana de abril la señorita Barbeito cerró las cortinas del aula y nos enseñó una película didáctica. Desde su color desvaído y su narrador mexicano, la película insistía en aquello del misterio de la vida y explicaba que las células se asociaban para formar tejidos y los tejidos se asociaban para formar órganos y los órganos se asociaban para componer organismos que, a la vez, eran más que la suma de sus partes.

Yo me sentaba (a mi pesar, lo dije) en la primera fila, la nariz a palmo de la pantalla. Sólo presté atención los minutos iniciales de la proyección. Registré que la Tierra se había formado cuatro mil quinientos millones de años atrás, una bola de fuego. Registré que se había tomado quinientos millones más para crear las primeras rocas. Registré que llovió durante doscientos millones de años, vaya diluvio, al cabo de los cuales tuvimos océanos. Después el mexicano de la voz cavernosa empezó a hablar de la evolución de las especies y yo pensé que se había saltado una parte, la que va entre la Tierra inanimada y la aparición de la vida, y me dije que a lo mejor se habían robado un pedazo de película y por eso el mexicano hablaba de misterio, y cuando quise volver al asunto ya había perdido el hilo y no entendí nada más.

La cuestión del misterio se me pegó para siempre. Algunas cosas se las pregunté a mamá, que me habló de Darwin y de Virchow. Ya en 1855 Virchow decía

omnis cellula e cellula, toda célula proviene de otra célula, con lo cual la vida se transformaba en una cadena cuyo primer eslabón, confirmé, no podía ser un tema menor. Fue mamá, también, la que rellenó el hueco en el calendario mental que inauguró el mexicano, al aclararme que las primeras células bacterianas aparecieron sobre la Tierra hace tres mil quinientos millones de años, en esos océanos poco profundos que resultaron de la tormenta más larga de la historia.

Otras cosas las averigüé cuando ya vivía en Kamchatka, entre erupciones volcánicas y vapores de azufre. Descubrí, por ejemplo, que estamos hechos de los mismos átomos y pequeñas moléculas que las piedras. (Deberíamos durar más.) Descubrí que Louis Pasteur, el de la vacuna, realizó experimentos que probaban que la vida no podía surgir de manera espontánea en una atmósfera rica en oxígeno como la de este planeta. (El misterio se agigantaba.) Y después, para mi alivio, descubrí que unos científicos sostenían que en los orígenes la Tierra carecía de oxígeno, o que sólo había oxígeno en cantidades vestigiales.

A veces pienso que todo lo que hay que saber en esta vida se encuentra en los libros de biología. Consideren la forma en que las bacterias reaccionaron ante la introducción masiva de oxígeno en la atmósfera de la Tierra. Hasta ese entonces (hace dos mil millones de años, de acuerdo a mi calendario), el oxígeno era un veneno para la vida. Las bacterias resistían porque el oxígeno era absorbido por los metales del planeta. Cuando los metales se saturaron y ya no absorbieron más, la atmósfera se llenó de gas tóxico y numerosas especies fueron eliminadas de cuajo. La crisis del oxígeno estuvo a punto de acabar con la vida. Sin embargo, las bacterias se reorganizaron, desarrollaron defensas y se adaptaron de una forma tan efectiva como brillante: inventando un sistema metabólico que requería la misma sustancia que hasta entonces era un veneno mortal. En lugar de sucumbir al oxígeno, lo usaron para vivir. ¡Lo que las mataba se convirtió en lo que respiraban!

Puede que esta capacidad de la vida para revertir una partida difícil no les diga nada. Pero en lo que hace a mi existencia, les aseguro que habla.

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