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Primera hora: Biología » 9. La Roca

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A mamá le decíamos La Roca. En la historieta de Stan Lee que se llama Los Cuatro Fantásticos, uno de los Cuatro es un tipo hecho de piedras a quien se llama The Thing, La Cosa. Esa fue la inspiración. A mamá no le gustaba demasiado que la comparásemos con un tipo calvo y patizambo, pero comprendía el reconocimiento a su autoridad que el mote escondía. Eso la dejaba contenta, siempre y cuando fuésemos el Enano y yo quienes hiciésemos uso del alias. Cuando era papá quien la llamaba así —y papá era el peor—, el tema adquiría características sensurround, como las películas de catástrofes que hacían vibrar la butaca del cine.

Mamá siempre fue rubia para nosotros, aunque las fotos más viejas revelen que se volvió rubia con el tiempo. Era menuda y vivaz, en esto era la antítesis de The Thing. Cuando yo era más chico le gustaban los crucigramas y las películas. En su mesa de luz tenía una foto de Montgomery Clift, de la época en que todavía era lindo, antes del accidente de auto que le arruinó la cara. Además era fanática de Liza Minnelli. Por las mañanas nos despertaba con la música de

Cabaret. Mamá cantaba bien y se sabía las letras de memoria, desde el

wilkommen, bienvenue, welcome del inicio hasta el

aufwiedersehen, à bientôt que precedía al platillazo final. En el contexto de sus adoraciones está claro que yo debería ser gay, pero esa es tan sólo una de las cosas que se torció por el camino.

Yo la veía lindísima. Todos los varones piensan eso de sus madres, pero debo decir, en mi favor, que la mía tenía la Sonrisa Desintegradora, un superpoder por el que Stan Lee pagaría buen dinero: cada vez que se sabía en falta, por ejemplo cuando le reclamaba la plata que recaudé en mi cumpleaños y que me pidió prestada, recurría a la Sonrisa Desintegradora y a mí se me derretía algo adentro y me quedaba sin fuerzas para seguir la marca a presión. (Esa plata no me la devolvió nunca, si vamos al caso.) Papá decía que no nos quejásemos, que en el dormitorio mamá solía utilizar la Sonrisa para fines más siniestros, y se quedaba en silencio, mientras la imaginación hacía su trabajo en nuestras febriles cabezas.

Pero los poderes que le valieron su alias eran otros, que la misma Cosa habría envidiado. Mamá podía recurrir a la Mirada de Hielo, al Grito Paralizador y, en el caso más extremo, al Pellizco Fatal. Para peor, no le conocíamos talón de Aquiles alguno. Con mamá no había kriptonita que valiera. Lo cual no impedía que la pusiésemos a prueba diariamente, que nos expusiésemos de forma intrépida a la Mirada, el Grito y el Pellizco y que, vulnerables, sucumbiésemos al fin. En nuestros enfrentamientos siempre hubo algo atávico, como entre lobos y hombres, como entre Superman y Lex Luthor, una contienda que era más grande que la vida misma y que repetíamos a sabiendas de que se trataba de un drama escrito para deleite de alguna deidad de sensibilidad isabelina. Combatíamos porque el combate nos definía, a unos y a otros. En la batalla éramos.

Mamá se doctoró en Física y trabajaba como profesora en la Universidad. Siempre decía que en realidad quiso estudiar biología, y que su desvío hacia las leyes del universo había que atribuírselo a su también inflexible madre, la abuela Matilde. Hay que conocer a la abuela Matilde para darse cuenta de lo absurdo de la alegación. No creo que a la abuela le interesase otra cosa del futuro de mamá que su capacidad de seducir a un muchacho de buen pasar. (Otra de las frases que hacía las delicias del Enano: ¿significaba ese buen pasar lo opuesto a, por ejemplo, pasar tropezándose?) Descartada esa posibilidad tras la aparición de mi padre —que tenía un pasar, simplemente—, a la abuela Matilde le debe haber dado igual la física, la biología o la acupuntura. Y además me resulta difícil imaginar a mamá sometiéndose a sus designios. Ignoro a qué se debe este mito fundacional de la familia. Pero lo cierto es que mi afición por las ciencias que estudian lo que el mexicano llamó el misterio de la vida se la debo a mamá.

Eso y el fanatismo por Liza. ¿Algún problema?

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