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Primera hora: Biología » 10. Un breve paréntesis familiar

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Cuando mamá conoció a papá, ella estaba comprometida con otro tipo. La ruptura fue un escándalo familiar. Pero mamá, que todavía no sería La Roca pero ya era la piedra en la honda de David, no se dio por vencida.

Al poco tiempo organizó una cena para presentar a papá delante del clan. La leyenda dice que la familia adoraba al viejo novio de mamá. Pero papá dio el batacazo. Llegó serio, dispuesto a representar el papel de abogado de futuro promisorio. (Que es lo que era, dicho sea de paso.) Papá se las ingenió para mechar en la conversación referencias a sus «casos» y al estudio que acababa de abrir en la zona de Tribunales. Para la hora de los postres el aire se había aflojado lo suficiente como para que mamá y su prima Ana saliesen a bailar una cueca o una zamba revoleando pañuelos y que papá gritase

guarda con los mocos. Ese grito lo logró. La familia de mamá respiró tranquila. Papá era de los suyos.

Se casaron al año. Al otro año llegué yo. Si he de creer las historias, nací a los casi diez meses de gestación. Mamá tenía fecha para los primeros días de enero. Vino el 10 (su cumpleaños) y nada. Pasó el 20, y tampoco. Los constantes chequeos daban fe de mi buena salud: seguía respirando y creciendo con naturalidad. A pesar de ello, en las últimas horas del mes decidieron inducir el parto.

Papá adujo siempre que el obstetra hizo mal sus cálculos. Una explicación lógica. Sin embargo, cada vez que argüía al respecto papá se ponía nervioso, como si intuyese que todo lo que lo separaba de lo insondable era una ficha de cartón garabateada con ininteligible letra de médico.

En cuanto a mí, desarrollé un paladar para las historias sobre nacimientos extraordinarios. La tradición les otorga significados. Julio César, por ejemplo, llegó a este mundo gracias al cuchillo (cortaron el vientre de su madre; de allí la cesárea) y por el cuchillo se despidió de él durante los idus de marzo. Palas Atenea fue el fruto del peor dolor de cabeza de Zeus, literalmente hablando. Supongo que podría buscar sentidos a mi renuencia a nacer, pero algo me inhibió siempre de hacerlo. Las comadronas dicen que nadie sabe algo antes de que le llegue la hora, y esa es la tradición que respeto por sobre cualquier otra.

Cinco años después vino el Enano. Según papá, el Enano era fruto de una noche loca en que celebraron un par de boletos ganadores del Hipódromo de Palermo. De acuerdo a la leyenda, esa fue la primera vez que papá fue a ver carreras de caballos, arrastrado por algunos compadres de Tribunales. Ahí le picó el bichito. Como empezó ganando, de allí en más se pretendió un experto. No recuerdo que haya vuelto a ganar. Por lo pronto, no tuve más hermanos que el Enano.

Durante algún tiempo creí que existía una vinculación entre la buena suerte y los hijos (me imaginaba producto de un póker ganador, y en consecuencia de la estirpe de los reyes) y, más específicamente, entre mi hermano y los caballos. Soporté con estoicismo que rompiese mis autitos Matchbox y mis revistas y mis modelos a escala por creerlo una cuestión del destino. Estaba escrito en las estrellas y subrayado por la fecha del parto, 29 de abril, Día del Animal.

Mi hermano nació bajo el signo de las bestias.

Mamá empezó entonces a trabajar como profesora y armó un grupo dentro de la Facultad, algo gremial, con el que terminó ganando en las elecciones. Fue por ella que papá se dedicó a defender presos políticos: mamá le conseguía casos todas las semanas. Muchos de mis tíos eran compañeros de militancia de mamá y gente del gremio; algunos habían estado presos. El tío Rodolfo, por ejemplo.

Al principio papá protestaba contra tanta política y la chinchaba a mamá diciéndole que le gustaba más cuando ella leía novelas de Guy des Cars en vez de Hernández Arregui y El Descamisado y mamotretos con títulos como

Inestabilidades y caos en sistemas dinámicos no lineares, pero mentía. Yo lo vi apasionarse tanto como ella en discusiones políticas. Papá era de esa clase de tipos que se sientan a ver el noticiero e increpan la pantalla como si pudiese oírlos. Después dicen que los soliloquios de Shakespeare son artificiosos. ¿Qué diferencia hay entre Hamlet hablándole a una calavera y papá hablándole a la tele?

Durante algún tiempo, coincidente con la época de los tíos, nos arrastraban al Enano y a mí a cuanta manifestación había. A nosotros nos gustaba, porque siempre venía alguien que nos alzaba o nos hacía caballito y nos regalaba algo de tomar o caramelos y cantábamos canciones que después nos daban prestigio en el colegio como policía federal la vergüenza nacional y además todos parecían conocerse entre sí y se veían contentos y la alegría, se sabe, es contagiosa.

Papá fue remiso, al principio, a la política de puertas abiertas que mamá practicaba en casa. Pero al final cedió. En parte porque mamá lo chinchaba también, acusándolo de leguleyo reaccionario y manyapapeles y diciendo que seguía siendo fiel a sus orígenes de niño bien, pretencioso y engrupido, como decía el tango. Pero cedió porque creía en lo que hacía y mis tíos le caían bien y él les servía cerveza y les hablaba de fijas y martingalas y se cabreaba feo cuando alguno tenía un problema con la policía o con la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina según los libros, Alianza Argentina de Asesinos según papá) y los metían presos o les pegaban.

Un día me dijo que el tío Rodolfo había muerto. Quería que lo acompañase al velorio. Cuando el tío Raymundo me preguntó dónde vivía le mentí. Que vivía cerca de La Boca, le dije.

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