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Primera hora: Biología » 15. Lo que yo sabía

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Cuando uno es niño, el mundo cabe en el interior de una nuez. En términos geográficos nuestro universo comprende un área reducida que engloba casa, colegio y en el mejor de los casos el barrio en que viven abuelos y primos. En mi caso particular, el mundo cabía holgadamente en una porción del barrio de Flores, comprendida entre la intersección de Boyacá y Avellaneda (mi casa) y la mismísima Plaza Flores, frente a la cual se alzaba mi colegio. Las únicas excursiones fuera de ese territorio tenían que ver con los viajes de las vacaciones (a Córdoba, Bariloche o alguna playa) y con las ocasionales, y cada vez más esporádicas, visitas al campo de los abuelos en Dorrego, provincia de Buenos Aires.

Las primeras percepciones del mundo ancho derivan de las figuras a quienes amamos incondicionalmente. Si uno registra que sus mayores sufren por falta de trabajo o por destratos y sueldos de miseria, traduce por empatía y concluye que el mundo exterior es cruel y violento. (Eso es política.) Si uno registra que sus mayores maldicen a ciertos funcionarios y dan la razón a ciertos opositores, traduce por empatía y concluye que los unos son malos y los otros, buenos. (Eso es política.) Si uno registra la incomodidad y el miedo físico que produce en sus mayores la simple visión de soldados y policías, traduce por empatía y concluye que, así como cada niño tiene sus monstruos, los nuestros visten uniforme. (Eso es política.)

Dada mi circunstancia, yo tenía un contacto con la política formal muy superior al de mis coetáneos de otras épocas y otros lugares. Mis padres habían crecido durante otras dictaduras, y el nombre del general Onganía era parte indisoluble de sus relatos juveniles. ¿Estaba yo en condiciones de identificar a ese monstruo? Le decían La Morsa, por lo que yo lo asociaba a una canción loquísima de Los Beatles, y en la visión fugaz de su foto había registrado los datos imprescindibles: era un hombre de gorra, bigotazos y cara de malo.

Recuerdo que al principio yo quería a Perón porque mis padres lo querían, y cada vez que decían El Viejo se les notaba la música en la voz. Hasta la abuela Matilde, que siempre fue pituca y reaccionaria, le dio el beneficio de la duda porque, razonaba, ¿para qué iba a dejar El Viejo su exilio español a los setenta y pico de años si no era por un deseo de hacer las cosas bien? Pero después debe haber pasado algo porque la música cambió y se volvió primero incierta y después tenebrosa. Entonces Perón se murió. Y sobrevino el silencio.

(Por esa época el abuelo y la abuela fueron a Europa por primera vez y trajeron muchas chucherías y, entre ellas, un catálogo del Museo del Prado. Yo lo hojeé muchas veces porque la pintura me encantaba, pero después del primer vistazo tomé recaudos para saltearme la página con el

Saturno devorando a sus hijos de Goya, porque me daba miedo. Saturno era un viejo gigante, decididamente horrendo, que tenía en la mano el cuerpo de un hijo chiquito cuya cabeza ya había masticado. Recuerdo pensar que Saturno y Perón eran las dos personas más viejas que yo recordaba haber visto. Durante algún tiempo, Saturno se alternó en mis pesadillas con la camiseta de River del tío Rodolfo.) A partir de allí las cosas se me confundieron un poco. Había secuestros, tiroteos, bombas, paros, y los partidarios de El Viejo estaban a la vez en el bando de las víctimas y de los victimarios. Sobre algunas figuras no había dudas. Isabelita, la viuda de Perón, hablaba con la voz chillona que emplean los ventrílocuos cuando se fingen muñecos. López Rega, su mano derecha, se parecía sospechosamente a Ming, el villano de Flash Gordon, claro que sin la barba y con las uñas cortas. Pero todo el resto se me antojaba gris. Cuando supe que habían matado a un gremialista llamado Rucci, sentí desconcierto. ¿Debía alegrarme o debía entristecerme? Nunca llegué a una conclusión. Todo lo que importaba era que lo habían matado a pocas cuadras de casa, en pleno corazón de Flores, y que esa esquina quedaba muy cerca, y que si yo no hubiese tomado ese día mi camino habitual rumbo al colegio bien podría haber pasado por allí y escuchado los disparos y visto la sangre.

El asesinato de Rucci no había ocurrido en el mundo que quedaba más allá del mío, y al que sólo accedía de forma excepcional en viaje a un cine del centro o mediante la televisión. Lo habían ametrallado dentro de «mi» mundo, en el área comprendida entre mi casa y el colegio. De alguna forma, debo haber registrado que la peste no reconocería fronteras ni haría excepciones personales.

Eso es política.

Cuando vino el golpe del 76, a pocos días de iniciadas las clases, supe de inmediato que las cosas se iban a poner feas.

El nuevo presidente era un señor de gorra, bigotazos y cara de malo.

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