Kamchatka

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Primera hora: Biología » 17. Se hace de noche

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A la amiga de mamá no le gustaban los chicos, o al menos me lo pareció. Desde que nos abrió la puerta, espiando por detrás de la cadena, su cara mostró un gesto que interpreté como disgusto por nuestra presencia. Que fuese amiga de mamá no significaba que debiese extendernos la misma cortesía; uno puede amar a alguien y detestar a una relación íntima de ese alguien, como yo detestaba al primo de mi amigo Román, que para colmo se llamaba igual que yo. (Mi

doppelgänger.) Esta mujer debía ver chicos y pensar en gritos, manchas de dedos en la pared blanca, rayones en el piso y superficies pegoteadas. O al menos eso creí hasta que se hizo de noche y pidieron una

pizza, y como papá seguía sin llegar la amiga dijo quédense a dormir y nos mostró la pieza de sus hijos, que por algún motivo no estaban allí entonces.

La mujer no tenía problemas con los chicos. Simplemente estaba asustada. Y aun así nos abrió las puertas. No recuerdo su nombre ni sería capaz de ubicar el lugar; ni siquiera sé si estaba dentro de la Capital o en el Gran Buenos Aires. Sólo sé que se trataba de un departamento al que llegamos por ascensor, y que en la habitación de los chicos había un globo terráqueo con una luz dentro, encima de una repisa. A veces pienso que me gustaría encontrarla, o conocer a sus hijos y contarles de aquella noche que albergaron fugitivos en su cuarto. Pero después me digo que está bien así, porque los pocos héroes de aquella época fueron anónimos y así debe recordárselos.

Para fortuna de mamá, el Enano se durmió mirando la tele. Nos ubicaron juntos en la misma camita, dejando la del segundo hijo para papá y mamá. No imaginaba cómo iban a arreglarse, dado que el Enano y yo entrábamos apenas en las exiguas dimensiones del colchón. Para peor, el Enano no paraba de moverse y de patearme y de dar vueltas.

Traté de concentrarme en el globo terráqueo. El paisaje que veía desde mi ángulo era curioso. Comprendía parte de China, Japón y por supuesto Kamchatka; Filipinas, Indonesia, Micronesia y Oceanía entera; y más allá del Pacífico, la totalidad de América del Norte y una franja del Sur que me enseñaba Chile y el oeste de la Argentina. La costumbre de ver planisferios que arrancan con América a la izquierda y culminan con Oceanía en el extremo derecho hizo que desconociese, por un momento, la cara de la Tierra que me tocaba en suerte. Pensé que se trataba de un mundo nuevo, una Tierra paralela.

Papá llegó entonces. Parecía estar en perfectas condiciones, las mangas de la camisa arremangadas y la corbata floja en torno del cuello abierto. Se asomó apenas, suponiéndonos dormidos. Al verme despierto sonrió, y como vio que yo abría la boca cruzó un dedo sobre sus labios, suplicante; el sueño del Enano era sagrado.

«Me está reventando a trompadas», le dije en voz baja.

«Si querés te armo una cama en el piso», respondió, también en un susurro.

«El que va a dormir en el piso sos vos, seguro. Apenas se acuesten con mamá esa cama se viene abajo.»

Papá entró al cuarto y cerró la puerta con delicadeza. Dándome la razón, nuestra cama crujió cuando papá se sentó en el borde para besarme.

«¿Pudiste ver?», preguntó, ansioso.

«Llegamos justo. Pero era repetida. Ese episodio en que la nena ve que los invasores desintegran un camión y David Vincent llega para encontrar al chofer.»

«Uh, sí. La vi como tres veces. ¿Tu madre, qué tal se portó?»

Alcé un puño cerrado y lo puse a un lado de mi cara, un signo que papá entendió de inmediato.

«La Roca.»

«Ni siquiera me dejó llamar a lo de Bertuccio para avisarle que no iba. ¡Y hoy es jueves!»

Papá frunció el ceño, registrando por vez primera lo inconveniente de la fecha.

«Qué mala leche… Pero pensalo de esta forma: al estar acá no sólo nos protegemos nosotros, sino que también lo protegemos a Bertuccio.»

«¿Qué pasó?»

«¿Mamá no te contó nada?»

«Se la pasó chusmeando con la amiga. Cada vez que yo entraba a la cocina cambiaban de tema. Pero igual oí que hablaban de Roberto y del estudio.»

Roberto era el socio de papá en el estudio de la calle Talcahuano. Tenía un hijo de mi edad, pero que estaba un grado más abajo que yo, que se llamaba Ramiro. De tanto en tanto nos juntábamos en la quinta que tenían en Don Torcuato para comer un asado. No voy a decir que Ramiro era genial, pero nos llevábamos razonablemente bien.

«Esta mañana cayeron unos tipos al estudio.»

«¿Militares? ¡… Policías!»

«Qué sé yo. Pesados. Se llevaron a Roberto y revolvieron un poco.»

«¿Roberto está preso? ¿Pero por qué? ¿Qué hizo?»

«¡No hizo nada!»

«¿Y entonces?»

Papá se alzó de hombros, impotente.

«¡Pero lo tienen que soltar!»

«Eso espero. La familia lo está buscando.»

«¿Y Ramiro?»

«¿Qué pasa con Ramiro?»

«¿Cómo está? ¿Dónde está?»

«Está bien. Está con Laura. Hablé más temprano. Está bien.»

«¿Qué le va a pasar, ahora?»

«¡No le va a pasar nada!»

«¿Y a nosotros?»

«Nosotros nos vamos a ir unos días, hasta que las cosas se calmen. A una quinta.»

«¿Cerca de Dorrego?»

«No, acá nomás.»

«¿Qué clase de quinta?»

«Quinta con pileta. Quinta con parque. Quinta con casa misteriosa.»

«¿Pasaste por casa?»

Papá negó con la cabeza. Así de mal estaban las cosas.

«¡Pero no nos vamos a ir con lo puesto!», protesté.

«Lo que haga falta se comprará.»

«Hace falta un TEG nuevo, entonces.»

«¿Querés perder otra vez?»

«¡No, pibe!»

«¿Por qué esa afición a la derrota?»

Busqué una respuesta brillante para taparle la boca pero el Enano me la tapó a mí al darse vuelta, con un

cross de derecha.

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