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Segunda hora: Geografía » 20. La piscina

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La quinta que le prestaron a papá quedaba en las afueras de Buenos Aires. Tenía una pileta con borde de lajas y forma de riñón. El agua no estaba muy limpia que digamos. Se le notaba un tinte verdoso a la Citroën, y además la superficie y el fondo estaban llenos de las hojas caídas de los árboles. Quitar las hojas de la superficie era fácil. Había una red con un mango muy largo que estaba para eso. Las hojas del fondo eran otra cosa, una pasta sobre la que te patinabas al caminar.

Apenas llegamos le pregunté a papá si me podía meter. Papá miró a mamá, como era obvio, y mamá puso un gesto de ligero asco. Más que agua, la pileta contenía una sopa de bacterias, microorganismos y verdes en plena descomposición. Pero era mediodía, el sol de abril pegaba fuerte aún y mamá me debía una desde lo de Bertuccio.

No tenía malla pero me zambullí igual. En calzoncillos.

El agua estaba fresquísima y un poco pesada. Apenas quise pararme sobre el fondo empecé a resbalar como si estuviese lleno de crema. Era preferible seguir nadando, aunque fuera estilo perro.

Los estilos de superficie nunca fueron lo mío. A los chicos les gusta jugar carreras haciendo crawl, o los estilos más ostentosos, mariposa por ejemplo, que les permiten salpicar a la gente de la orilla. Pero a mí me gustaba el fondo. Siempre me agarraba de las rejillas e iba expulsando el contenido de mis pulmones, burbuja tras burbuja, hasta que no me quedaba nada y podía yacer con la panza pegada a los azulejos durante unos segundos antes de salir disparado hacia la superficie en busca de aire.

Todo lo que a mamá le dio asco de la pileta era lo que yo encontraba fascinante. El tono verdoso, que me permitía creer que estaba sumergido en el océano y que, de paso, filtraba la luz de maneras caprichosas. Las hojas y ramitas, muchas de las cuales flotaban a media agua y le daban profundidad a mi visión submarina. Los insectos patilargos que buceaban como yo, pero con más donaire. Las extrañas formaciones pegadas sobre los bordes, en el nivel del agua, racimos y racimos de pequeños huevos traslúcidos. Y la pasta oscura del fondo, mezcla de musgo y hojas en descomposición, que tanto contribuía a la sensación de estar en el fondo del mar.

Suele decirse que una inmersión nos trae recuerdos del paisaje donde fuimos concebidos y pasamos nuestros primeros meses. Estar rodeados de agua reviviría en nosotros las sensaciones experimentadas por vez primera en el seno materno. La ingravidez. Los sonidos lentos y opacos. Yo no soy quién para discutir tales argumentos, pero prefiero creer que el placer de cada inmersión tiene que ver además con otro motivo, menos freudiano y más apegado a la historia de la especie.

Cuando nuestros antepasados dejaron el medio acuático, en los albores de la vida, se llevaron el agua consigo. La matriz animal simula la humedad, flotabilidad y salinidad del antiguo medio marino. La concentración de sal en nuestra sangre y fluidos también se parece a la de los océanos. Habremos abandonado el mar hace cuatrocientos millones de años (mi calendario), pero el mar no nos abandonó. Sigue estando dentro de nosotros, en nuestra sangre, en nuestro sudor, en nuestras lágrimas.

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