Kamchatka

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Quinta hora: Historia » 77. Una visión

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Durante la noche ha llovido, y en el silencio que ocurre entre tren y tren es fácil oír las gotas que, demoradas en los árboles, esperaron la mañana para bajar al suelo. Es el único sonido que se percibe en las inmediaciones de la casa; el resto es silencio.

El peso del agua aplasta las hojas caídas, que se pegan unas a otras en busca de consuelo. Esa unión transitoria lo hace todo más fácil para el sapo, que se desliza por encima de ellas como si alguien le hubiese preparado una alfombra roja, en atención a la dignidad que representa. El sapo advierte que la casa está vacía, inusualmente vacía a esa altura de la mañana, dado que siempre hay alguien y es fácil comprobarlo por el sonido de la radio y el canturreo de la mujer y los golpes de las puertas. La mujer solía salir a media mañana, hiciese frío o calor, a sentarse en el banco que da al parque y fumar un cigarrillo; una vez le habló, incluso, en un idioma que el sapo no entendió. Pero la media mañana ha quedado atrás y no hay signos de la mujer ni de la radio y las puertas permanecen mudas y encajadas en sus marcos, negándose a dar información alguna.

Envalentonado por la quietud, el sapo deja atrás su alfombra roja y se atreve a pisar los mosaicos de la entrada a la casa. Están húmedos, cosa que agradece, pero aun así le resultan agresivos, con el frío de aquello que no está ni ha estado nunca vivo, rígidos, obligándolo a adaptarse a ellos en lugar de adaptarse a su paso como las hojas caídas, el pasto, el barro; hay algo despótico en todo lo que es inerte, en su tenaz negativa a reconocer la existencia de lo otro. Pero el sapo avanza, su instinto le dice que puede hacerlo, que no corre peligro. Con dos saltos se pone a la altura del bebedero de los pájaros, debajo del cual hay una tela de araña. El sapo confía en que la araña le transmitirá algo de lo que quiere saber, ella vive más cerca de la casa, pegada a su muro exterior, y debe haber percibido algo fuera de lo común, algún ruido o movimiento que justifique la actual quietud, quizá la mujer le haya hablado también y la araña comprenda su extraño lenguaje. Pero la araña tampoco está a la vista. La tela está vacía, a excepción de una gota de agua que brilla como perla.

El sapo sabe que ha llegado a su límite. No puede ir más allá, detrás de las puertas, y aun si una de ellas estuviese abierta y su umbral invitase a un salto, no lo haría porque no se trata de un sapo cualquiera, este es un sapo joven, agraciado por un color verde briofito (que conste el detalle de las dos manchas sobre su lomo, que parecen ojos) y sus instintos están en ebullición, señándole el límite de la prudencia.

Si pudiese entrar descubriría una casa oscura y tan inerte como los mosaicos, pero quizá reparase en los signos de una vida que medró allí dentro hasta no hace mucho. El sapo entiende (es parte de su naturaleza) que la vida funciona cíclicamente y que siempre quedan rastros del ciclo que ha terminado. Las serpientes dejan su piel; los gatos, su pelaje; las mantarrayas, sus dientes. Los hombres abandonan los objetos que han utilizado. Dejan la lata de Nesquik abierta y los vasos sucios sobre la mesada, dejan el dentífrico sin su tapa, dejan las camas deshechas, dejan manchas de orín, dejan relojes de pie, dejan colillas en los ceniceros, dejan revistas garabateadas, dejan libros prestados por la biblioteca escolar, dejan ropa en los placares y comida en la heladera.

Entrar allí sería inútil. Las cosas de los hombres hablan su mismo lenguaje, que el sapo no entiende, y además pierden significado cuando sus dueños se desentienden de ellas, dejan de estar animadas, se vuelven galimatías, jeroglíficos, como si tuviesen fecha de expiración al igual que las latas de la despensa, el Nesquik abierto y los alimentos de la heladera, inservibles como el dentífrico que se endurece, o los libros sin lectores, o los relojes sin una mano que les dé cuerda.

Con sabiduría (ya se ha dicho que no se trata de un ejemplar cualquiera; quizá se deba a las dos manchas sobre el lomo), el sapo se retira, sintiendo alivio al pisar las hojas húmedas. El contacto con lo inerte le ha resecado la boca, se siente acalorado y sediento. Las hojas lo refrescan pero necesita más, le haría falta un chapuzón, la necesidad apremia, siente que la piel le cruje a cada salto y hasta le parece que el verde del que está tan orgulloso está perdiendo lustre. Debe tomar una decisión. El bebedero de los pájaros es una opción absurda, sería como regresar al desierto en busca de un oasis, y además está demasiado alto. El hilo de agua que corre en los bajos de la quinta es ideal, pero supone toda una travesía, para la que no se siente entonces preparado. Por suerte existe otro ojo de agua en las cercanías, uno que está a apenas segundos de distancia. La humedad que le llega desde allí, en infinitesimales partículas de agua, es un bálsamo para su piel.

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