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Segunda hora: Geografía » 25. Asumimos identidades nuevas

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Papá guardaba un as en la manga. Después de hacer las concesiones del caso (prometerme una partida del TEG apenas despejase la mesa; asegurar al Enano que este Goofy era primo lejano del otro, y que se ablandaría con el tiempo como se ablanda la gente cuando se va haciendo amiga), logró aplacarnos lo suficiente como para que atendiésemos a una explicación vital, de cuya comprensión tanto dependería en el transcurso de las siguientes semanas.

Que nos hubiésemos alejado de casa, estudio y colegio no era, según papá, precaución suficiente. El habernos escondido en esa quinta de las afueras de Buenos Aires (la «isla» en que mamá nos pretendía varados) era un paso necesario pero no el único. Por más que quisiéramos, no éramos invisibles. Debía haber otras gentes viviendo en casas próximas; vendedores ambulantes que podían golpear a nuestra puerta; vecinos que tuviesen a nuestra calle por camino habitual y que sin duda notarían, en las bolsas de desperdicios, los aromas y los ruidos, la presencia de nuevos moradores.

En ese caso, debíamos estar preparados para el contacto con los otros. Había que ser discretos e intentar no ser vistos, pero, de ser vistos, nadie debía saber quiénes éramos en realidad. Y para ello, ¿qué mejor recaudo que pretender ser distintos de quienes éramos?

Teníamos que adoptar identidades nuevas. Como los espías, que fingen ser quienes no son para evitar caer en las garras del enemigo. Como Batman, que ocultaba su verdadera misión detrás de una fachada mundana y frívola. Como Ulises en la tierra de los Cíclopes, engañando a Polifemo al decirle que su nombre no era Ulises, sino Nadie. Un tipo listo, Ulises. Escapista nato. Para zafar de Polifemo, que prometió comérselos uno tras otro, Ulises y los suyos lo emborracharon primero y lo cegaron después clavándole una estaca en su único ojo. Cuando los vecinos de Polifemo oyeron sus gritos y acudieron en su ayuda, le preguntaron quién lo había agredido. Nadie, respondió Polifemo. Los vecinos concluyeron que debía tratarse de una plaga enviada por el poderoso Zeus, y le sugirieron que se resignase.

Papá sabía que yo me iba a entusiasmar. Transformarse en otro es el mecanismo esencial de todos nuestros juegos. Cowboy o monstruo, superhéroe o dinosaurio, hasta cuando practicamos deportes pretendemos ser quienes no somos.

Pero papá no contaba con que mi cabeza funcionase, como funcionó, más rápido que cualquier código masculino y hasta más rápido que el sentido común. En cuestión de segundos atravesé el universo de posibilidades que esta oportunidad de convertirme en Otro desplegaba ante mí, y me detuve delante de una puerta brillante y tentadora que papá no había visto y que, evidentemente, lo tomó por sorpresa.

Ilusionado, le dije que si yo me convertía en otro iba a poder aunque más no fuese llamar a Bertuccio por teléfono. Estaba convencido de que si me atendía se iba a dar cuenta de que era yo aunque le dijese que mi nombre era Otto von Bismarck, y que obviamente comprendería que se trataba de una emergencia y que, en consecuencia, respetaría el código. ¡Si hasta podíamos inventar un lenguaje en clave!

Ahí mamá entró de inmediato en modo La Roca y arrolló mis expectativas. Dijo que la prohibición seguía vigente y que yo no podía llamar a Bertuccio aunque le dijese que hablaba Mandrake y punto, basta, no se habla más, sanseacabó. (Con el tiempo, sanseacabó se convertiría en uno de los santos favoritos del Enano, que esperaba verlo asomar cuando llegase el Apocalipsis.)

Estaba derrotado. Aparté el plato con la manzana a medio comer y me crucé de brazos, enojadísimo. El único motivo por el que no me levanté y salí de allí fue, simplemente, porque no tenía adónde ir.

«A partir de ahora somos la familia Vicente», dijo papá, todavía esperanzado.

No moví un pelo. No me importaba. No quería saber nada.

«Yo soy el arquitecto David Vicente», dijo papá.

Vicente ya era horrible como nombre; y como apellido, mucho peor.

«¡David Vicente!», insistió papá, sacudiéndome por el hombro.

Entonces caí. El arquitecto David Vicente. ¡Papá era David Vincent!

Me empecé a reír. El Enano me miraba a mí, creyéndome loco, y mamá miraba a papá, reclamándole una explicación.

«¿Entendés?», le dije al Enano, todavía riéndome. «¡David Vicente es como David Vincent pero en castellano! ¡Papá es el tipo de

Los invasores

El Enano dijo aaaaahhh y empezó a aplaudir.

Mamá no sabía si matar a papá o abrazarlo.

«Para cualquiera que pregunte, somos los Vicente», dijo papá, satisfecho de sí mismo. «Si alguien llama por teléfono y quiere hablar con los que éramos antes tienen que decirle que no, que acá no vive nadie de ese nombre, que nosotros somos…»

«No tienen nada que decir por teléfono porque no tienen que atender el teléfono. ¿Cuántas veces lo tengo que explicar?», interrumpió mamá, poniendo las cosas en su lugar.

«Perdón. Si atiendo yo, digo no, equivocado. ¿Está claro?»

El Enano y yo asentimos.

Le pregunté a papá si íbamos a tener documentos falsos, como corresponde.

Imaginé que me iba a sacar carpiendo, pero sorprendentemente papá buscó aprobación en la mirada de mamá y dijo que era posible, que de ser necesario tendríamos documentos nuevos y todo.

Le pregunté entonces si yo podía elegir mi nombre.

El Enano preguntó si él podía elegir su nombre.

«Depende», respondió mamá. «Tiene que ser un nombre más o menos común, no te podés llamar Fofó o Miliki o Goofy o McPato.»

«¡Simón!», gritó el Enano, a quien (ya lo dije) le gustaba la serie

El santo. «¡Como Simón Templar!»

Mamá y papá asintieron, complacidos. Simón Vicente no estaba nada mal.

«Yo me puedo llamar Flavia», dijo mamá.

«Flavia Vicente. Okey. Pero me tenés que decir de dónde sacaste ese nombre», reclamó papá.

«Ni muerta.»

«Entonces te pongo Dora, o Matilde, como tu vieja.»

«Intentalo, siquiera, y yo declaro dique seco», dijo mamá.

«Flavia Vicente», se apuró papá, «vendido a esta señora a la una, a las dos…».

«¿Qué es dique seco?», preguntó el Enano.

«Acá hay uno al que le falta nombre, todavía», dijo mamá, yéndose por la tangente.

Pero yo ya sabía. Lo tenía clarísimo. Todos los signos apuntaban en esa dirección y yo, está claro, me preciaba de saber leerlos.

Mi nombre iba a ser Harry.

Harry, sí. Mucho gusto.

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