Kamchatka

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Segunda hora: Geografía » 26. Tácticas y estrategias

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Heródoto cuenta que en tiempos del monarca Atis, hijo de Manes, el reino de Lidia sufrió una gran hambruna. Los lidios soportaron las privaciones durante algún tiempo y finalmente comprendieron que debían encontrar alguna distracción que les permitiera apartar la mente de tanto sufrimiento. Fue así como inventaron los juegos, los que se practican con dados, con tabas y con pelotas. Siguiendo a Heródoto se atribuye a los lidios la invención de todos los juegos a excepción del

backgammon, que es el nombre con que los piratas ingleses se apoderaron del

tawla de origen árabe que todavía hoy juegan los viejos en todo Oriente Medio, en mesitas bajas sobre la calle, mientras beben un té dulcísimo aromatizado con menta.

Siempre me gustó esa historia. Heródoto no la refiere como si se tratase de un hecho fehaciente sino como algo que los lidios contaban de sí mismos, pero aun así la narra con seriedad y elocuencia. El párrafo es uno de los más logrados de las

Historias. Heródoto sabía que las cosas que los pueblos cuentan de sí mismos son importantes, porque expresan la idea que esas gentes tienen de sí como no pueden hacerlo los documentos ni el (siempre) trágico saldo de las batallas.

La historia de los lidios tiene además otro atractivo. Me gusta que atribuya la creación de los juegos no al aburrimiento ni al ocio filosófico, sino al sufrimiento. Los lidios no jugaban porque no tenían nada mejor que hacer. Jugaban para no sucumbir.

En algún sentido, el TEG es descendiente del

tawla. En ambos hay un tablero, hay dados, hay un objetivo, hay reglas (la táctica) y hay un planteo del juego (la estrategia) que cuanto más inteligente sea, más acercará al jugador a la victoria. El azar de los dados es decisivo, pero la estrategia debe contar con el azar como un aliado en su batalla.

La contribución occidental, esto es la parte que aportamos al TE para convertirlo en TEG, es precisamente la G, que introduce la lógica de la guerra. El tablero ya no está dividido en figuras geométricas, pura abstracción, sino que se ha convertido en un planisferio. La traza de ese planisferio imita las versiones de los antiguos cartógrafos, más figurativa que realista. Y la división política contribuye a la sensación de anacronismo. Estados Unidos no existe como nación, por ejemplo, y su lugar está ocupado por una serie de países independientes, Nueva York, Oregón, California. Rusia es un país europeo de considerable tamaño, y su contraparte asiática está dividida entre países como Siberia, Aral, Tartaria —y por supuesto Kamchatka.

Cada jugador está representado por fichas de un único color —a mí me gustaba jugar con fichas azules— y recibe dominio sobre una cantidad equis de países, que depende de la cantidad total de jugadores. Pueden participar hasta seis personas, cada una de las cuales recibe un objetivo secreto. Por ejemplo,

Ocupar América del Norte, dos países de Oceanía y cuatro de Asia, o bien

Destruir al ejército rojo o, de ser imposible, al jugador de la derecha, lo cual entrañaba una contradicción política que yo estaba lejos de percibir en esa época.

Cada enfrentamiento entre ejércitos se dirime con los dados. Si soy atacante, debo obtener una puntuación superior a la del ejército defensor. Si en efecto me impongo, el defensor debe retirar sus ejércitos y yo ocupo el país que ha dejado vacante.

Mi configuración favorita era la más simple. Papá contra mí, yo contra papá. El mundo repartido entre los dos, él con ejércitos negros, yo con ejércitos azules, persiguiendo un objetivo que no era secreto sino transparente y común a los dos: destruir al otro. Aniquilación total. Al enemigo no debe quedarle ni siquiera un solo ejército. Debe ser borrado de la faz de la Tierra. (Esto es, de la Tierra del TEG.)

Ya no recuerdo cómo empezó todo, si yo traje el juego a casa o lo trajo papá o qué. (No recuerdo tiempo alguno en que no supiese de Kamchatka.) Lo que sí recuerdo es que papá me ganaba siempre. Cada partida. Invariablemente. Me hacía puré, o suspendíamos la partida cuando ya era obvio que no podría recuperarme.

Esa primera noche en la quinta no fue excepción. Después de un arranque promisorio, papá empezó a socavar la moral de mis ejércitos y se lanzó al trabajo habitual de desbaratarlos uno tras otro. De tanto en tanto mamá pasaba y observaba el panorama y en un momento pegó un sopapo en la nuca de papá y le dijo dejalo ganar al chico alguna vez, grandulón, a lo que papá contestó lo que contestaba cada vez —la escena era un paso de comedia que la familia repetía en cada juego, con unción—, es decir ni loco, que me gane cuando pueda y todo siguió su marcha inexorable.

Ganarle a papá pasó con el tiempo de ser un deseo a convertirse en una necesidad y, por último, en un imperativo categórico. La ley de las probabilidades estaba en mi favor, me decía. Tarde o temprano impondría sus inescapables matemáticas y comenzaría a alzarme con la victoria, partida tras partida, y se haría justicia. Ahora que era Harry la suerte debía volcarse en mi favor. ¡Harry era un nombre que no conocía la derrota!

La historia de los lidios prosigue en Heródoto. Según cuenta, la hambruna continuó y el rey Atis comprendió finalmente que los juegos no eran una solución en sí misma, sino la postergación infinita del momento de la verdad. Entonces tomó una decisión. Dividió en dos a su pueblo y realizó un sorteo. (El azar se le había vuelto adicción.) Una de las mitades debería abandonar el reino y la otra permanecería en él. Atis se quedó como rey de la mitad que resultó elegida para permanecer en Lidia, y puso al frente de la mitad que se iría a su propio hijo, Tirreno.

Tirreno y su gente viajaron a Esmirna, donde construyeron barcos y se hicieron a la mar. Con el tiempo encontraron nuevos hogares y prosperaron. Los que se quedaron en Lidia, en cambio, fueron conquistados por los persas y esclavizados.

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