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Segunda hora: Geografía » 28. Un dulce interregno

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El fin de semana transcurrió con placidez. Cualquier extraño que nos hubiese prestado ojos no habría visto más que a la familia Vicente en pleno

dolce far niente, entregada a las delicias del sol, el parque y la pileta y dedicada a gozar de la Santísima Trinidad Gastronómica del argentino medio, a saber, los asados, las pastas (de fábrica, por supuesto; mamá ni pisó la cocina) y las facturas.

Una mirada más atenta habría reparado, sin duda, en la extraña frecuencia con que papá y mamá salían de la quinta durante lapsos que no excedían los quince minutos, a veces en el Citroën, a veces a pie y nunca juntos. (Cuando necesitaban hablar por teléfono, convenía que no empleasen la línea de la quinta sino un teléfono público.) Y si a la mirada atenta se hubiese sumado un oído fino, la tendencia de los Vicente a formularse unos a otros preguntas de respuestas obvias (¿cuál es tu nombre?, ¿cuándo naciste?, ¿cómo se llaman tus padres y tus hermanos?) habría sugerido la existencia de un juego familiar cuyas reglas escapaban al conocimiento del común de la población.

De entre los hechos de esos días, algunos merecen ser consignados. Por ejemplo, que papá se dejase crecer el bigote. Al cabo de tres días de huelga de navajas, una sombra decidida se había instalado sobre su labio superior. Al Enano y a mí ya nos parecía un bigote respetable, pero mamá insistía en que papá había bebido del Nesquik del Enano y se había olvidado de limpiarse la boca. El domingo por la mañana nos descubrió a los tres varones de la familia frente al espejo del baño. Papá David se manifestó satisfecho y tuvo el honor de comenzar a darle forma a su brocha, tijera mediante. Harry, el primogénito, lamentó su presente lampiño y formuló su deseo de obtener con premura un bigote fino a la Mandrake. Y el benjamín, Simón, dijo estar satisfecho con su piel inmaculada al estilo de su ídolo televisivo, Simón Templar, y preguntó por qué Templar era el único santo conocido que no tenía ni barba ni bigotes.

Hubo tres partidas de TEG, cuyos resultados huelga comentar.

Tuve tiempo para releer el libro de Houdini, y para forjarme una serie de ideas respecto de mi futuro que comentaré más adelante.

La visita de los Vicente a la iglesia del pueblo, el domingo al mediodía, fue todo un acontecimiento. Hasta donde recuerdo, no había ido a la iglesia en mi vida a excepción del ocasional bautizo o casamiento. En consecuencia, las singularidades de la misa convencional se me escapaban por completo. Para peor, lo que podría haber sido una aventura se volvió tortura desde los preparativos. A mamá se le había ocurrido que los Vicente eran muy devotos. En consecuencia, se la pasó obligándonos a repetir la letra del Padrenuestro, el Credo y el Ave María, tanto en la quinta como en el auto, porque una vez en la iglesia debíamos fingir que seguíamos el rito con la soltura del creyente profesional.

Mis padres habían recibido educación religiosa, que cada uno en su tiempo terminó rechazando. Papá, para creer en las leyes de los hombres. Mamá, para creer en la ciencia y distanciarse así de la superioridad santurrona de la abuela Matilde. Lo cierto es que coincidieron en criarnos en la más perfecta ignorancia de todo conocimiento religioso. Supongo que creyeron hacernos un favor, aunque esa diferencia en la que crecimos nos puso en bretes muy concretos respecto de conceptos populares como los de cielo e infierno. La falta de información fidedigna sobre accesos y membresía a uno u otro club nos generó ocasionales angustias. Y la escasa familiaridad con los aspectos más centrales del Credo católico hizo lo suyo, también, para aumentar mi sensación de pez fuera del agua.

Una Semana Santa, recuerdo, el Anteojito trajo en sus páginas centrales una lámina con las estaciones del Vía Crucis. Le prendí fuego y me deshice de la evidencia mediante el inodoro. La sugerencia de que colgara de las paredes de mi cuarto la detallada explicación sobre un proceso de tortura y muerte me pareció obscena, tal como me habría parecido toda decoración basada en los procesos industriales aplicados en Auschwitz.

Pero la experiencia más traumática me la produjo una vieja película,

Marcelino Pan y Vino, que pesqué una noche por Canal 9. Marcelino era un huérfano adoptado por los curas de un convento. Un día bajaba a un sótano a buscar vaya a saber qué, y de repente escuchaba una voz que le pedía de beber. Marcelino miraba aquí y allá y no veía a nadie. En efecto, no había otra persona en el sótano más allá del niño. La voz salía de un enorme crucifijo, cuyo Cristo de madera reclamaba agua.

Para peor, al final Marcelino se moría y el cura gordo lloraba de alegría y las campanas sonaban a gloria porque el niño había sido «elegido» por el muñeco de madera. (Que, dicho sea de paso, ignoraba el dato elemental de que la madera con agua se hincha. Con un Cristo gordo no hay cruz que aguante.) Todo en la película indicaba que debíamos regocijarnos, porque Marcelino era santo y había sido elevado al cielo, pero yo no podía dejar de pensar que Marcelino había sido asesinado por ese muñeco maldito y que nadie hacía nada al respecto.

De allí en más, cada conversación con mis pares que girase sobre relatos de terror incluía las obvias referencias a Frankensteins y momias y Dráculas y cuando yo hablaba del Cristo de madera (uh, casi olvido el detalle: ¡que desprendía una de sus manos clavadas para tomar la copa ofrecida por Marcelino!) se hacía un silencio y me miraban como el bicho raro que, ay, era en efecto. Con el tiempo aprendí a callar, pero mis pesadillas prosiguieron. Amigos y compañeros despertaban en plena noche huyendo de hombres lobo y jinetes sin cabeza. Yo despertaba con un grito porque quería escapar de remeras asesinas, Saturnos devoradores y Cristos de madera que bajaban de la cruz y me seguían por largos pasillos mientras trataban de convencerme de que el único niño bueno es el niño muerto.

El Enano también tenía sus problemas con la cuestión religiosa, pero eran menores. Le dijo a mamá si podía saltearse la línea del Padrenuestro que dice y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores porque él era demasiado chico para tener deudas. Lo único que lo inquietaba verdaderamente era el concepto de la resurrección de la carne; no estoy muy seguro de qué cosas veía con su imaginación, pero puedo hacerme una buena idea.

En esas condiciones arribamos a la iglesia del pueblo, con el corazón trémulo y la determinación de interpretar a los devotos Vicente con todo nuestro arte. Papá vestía formalmente, mamá insistió con el trajecito sastre y el Enano y yo repetimos las camisas y corbatas de ganchito que usábamos debajo del guardapolvo, atuendo que yo odiaba con cada célula de mi cuerpo.

La iglesia era sencilla como el pueblo y se alzaba, como corresponde, frente a la plaza central. Se ve que los domingos al mediodía iba todo el mundo, porque tuvimos que dejar el Citroën a dos cuadras.

Pasada la tensión de los primeros minutos, me aburrí como un hongo. Cada vez que se aproximaba un pasaje en el que había que actuar, mamá me apretaba la pierna a la altura de la rodilla y yo salía recitando el Credo o lo que hiciese falta. Lo demás se limitaba a pararse cuando todos se paraban y arrodillarse cuando se hincaban.

Sé que, en cambio, esa misa inicial removió algo en el interior del Enano. Si bien había sido instruido en el simple arte de la señal de la cruz (que repetía, más allá de la lógica dificultad de su edad para diferenciar izquierda de derecha), su ejecución al comienzo y al final de la ceremonia le produjo una impresión duradera. El Enano estaba preparado para hacerla cuando se lo indicasen, como el perro de Pavlov, pero no estaba preparado para el espectáculo de la sincronía. La combinación entre los aires mágicos, cabalísticos del gesto y la simultaneidad con que todos los presentes lo ejecutaron sorprendió al Enano, que abrió los ojos como si hubiese visto al agua transmutarse en vino. Intuyo que por vez primera se sintió parte de algo que era más grande que la sagrada célula familiar; algo que nos trascendía y a la vez nos englobaba.

Cuando volvimos a la quinta había otro sapo muerto en la pileta. Yo protesté ante mi propia imprevisión y me prometí hacer algo al respecto, porque yo no creía que el mejor sapo fuese el sapo muerto, sino todo lo contrario.

El Enano quiso hacerse cargo de los últimos ritos.

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