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Quinta hora: Historia » 78. Donde los edificios revelan su debilidad

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Nos sacaron de la cama a los empujones. En el apuro no pudimos llevarnos más que lo obvio, que siempre es lo más querido. El Enano se llevó los dos Goofys, el duro y el blando. Yo me llevé el TEG y el libro de Houdini. Al principio pensé que mamá y papá no habían alcanzado a llevarse nada (los cigarrillos y el remedio para la úlcera no eran mi idea de un tesoro), pero después entendí que su impulso había sido el mismo. Nosotros agarramos nuestros juguetes; ellos nos agarraron a nosotros.

El viaje transcurrió en silencio. El Enano no tuvo problemas para retomar el sueño interrumpido: a las pocas cuadras de la quinta ya estaba frito. Yo también tenía sueño, pero no pude dormir. Me la pasé mirando las nucas de papá y mamá, saltando de una a la otra, en busca de un signo de que el peligro había quedado atrás, tan atrás como la quinta, una señal de que los pawnees ya no nos caerían encima para quedarse con nuestras cabelleras. Pero como la nuca es la zona más inexpresiva del cuerpo humano (creo que la bautizaron occipucio para darle un poco de gracia), o bien no hubo signo o yo me lo perdí.

Nos pasamos el día dando vueltas por Buenos Aires. La primera vez que paramos fue en una calle cualquiera de no sé qué barrio, tranquila, eso sí, donde había un teléfono público. Papá gastó monedas a lo loco. Al principio el Enano y yo nos reíamos (bajito, por supuesto, para no irritar a mamá, que fumaba como un murciélago y tamborileaba sobre el volante), porque cuando uno no oye la conversación telefónica es gracioso ver a una persona que gesticula delante de un aparato, le falta algo a la escena, es como un pintor que pinta sin darse cuenta de que le falta la brocha, como el Coyote cuando sigue corriendo en el aire porque no se enteró de que se le acabó el camino. Pero papá gesticulaba cada vez más y ponía caras feas y metía más monedas y de repente hablaba tan fuerte que oíamos su voz a pesar de la distancia, las palabras no pero la voz sí, era obvio que gritaba, y a veces después de gritar cubría la bocina con la mano y hablaba despacito, del grito al susurro sin escalas, y cuando colgó lo hizo con tanta fuerza que podría haber doblado la cabina dejándola como una ele invertida.

A esa altura, claro, ya no nos reíamos. El Enano pegó un salto cuando el clang de papá al cortar y le preguntó a mamá qué le pasaba. Mamá le sonrió, le acarició la pierna y tomó aire varias veces, amagando, pero no dijo nada.

Papá la salvó al regresar al auto. Se desplomó sobre el asiento del acompañante; el Citroën se zarandeó sobre sus muelles. Y aunque sabía que mamá esperaba algo no dijo nada, de hecho ni la miró, miraba para abajo como hacíamos cuando mamá presionaba para que confesásemos uno de nuestros crímenes y nosotros, aunque ya derrotados, demorábamos la confesión. Mamá tuvo que sacudirlo. El Enano me miró, preguntándome con los ojos si papá se había dormido. Al final papá miró a mamá y le dijo en voz baja, como si todavía le hablase a la bocina:

«Cayó el departamento.»

Se ve que mamá no necesitaba saber más, porque se enderezó sobre el asiento y metió primera y nos fuimos de ahí.

Dio como mil vueltas hasta que encontró un restaurant que le pareció aceptable. Seguro que tenía hambre de algo especial. Pero tantas vueltas deben haberle arruinado el apetito, porque al final no comió casi nada, picoteó la paella, un par de mariscos y nada más, se fue quedando vencida sobre la mesa como un juguete al que se le acaba la cuerda, la mirada perdida en la nada.

El Enano, en cambio, devoró todo con la presteza habitual y empezó a aburrirse. Se ponía de rodillas sobre la silla y yo tenía que estar controlando que no se fuese para atrás con silla y todo. En un momento lo descubrí embarcado en un campeonato de morisquetas con la nenita que estaba en la mesa a nuestras espaldas, que se llamaba Milagros, no había más remedio que enterarse dadas las veces que la madre le decía Milagros no hagas eso, Milagros no hagas lo otro, milagro hubiese sido que se quedase quieta —o que la madre se callase—. En otro momento me habría burlado del Enano, acusándolo de estar de novio, pero en ese momento no me dieron ganas, me sentía pesado y lento, la digestión, seguro. De alguna forma envidiaba al Enano, que podía arrodillarse sobre la silla y hacer monerías y cantar

o curriemos con Gloria Muñiz sin ningún empacho. Yo estaba condenado a la propiedad, a sentarme derecho y comer con la boca cerrada, cosas de la edad, y para peor eso significaba mirar de frente a papá, que ya llevaba horas masacrando un bife sanguinolento que debía estar helado, en el más perfecto silencio a excepción del tac tac tac de su cuchillo contra el plato de loza. Todo lo que papá no hablaba lo hablaba la mamá de Milagros, a mis espaldas; la ley de las compensaciones.

Cuando Milagros se fue, sentí que una mano invisible quitaba los agudos a los sonidos del restaurant: copas, cubiertos, platos, botellas, fuentes, risas y voces estentóreas que de repente empezaron a sonar opacas, sin definición, como si las oyese a través de una pared. Para probar mi voz le pregunté a mamá si podía ir al baño. Ni siquiera me contestó. A lo mejor no me entendió, porque yo sonaba como si hablase desde la parte más profunda de una pileta.

El Enano se puso rígido a mi lado y apuntó hacia alguna parte con su dedito. Para mi sorpresa, su voz sonaba clara cuando gritó:

«¡Mirá, mamá, mirá! ¡Una vagina!»

Mamá se asomó por detrás de su cortina de humo. Papá levantó la cabeza que estaba hundida en su bife. Los mozos se congelaron en el camino. Y todas las cabezas del restaurant se dieron vuelta, el cajero, los comensales, el vendedor de rosas, buscando lo que el Enano señalaba con tanta ansiedad, mirá, mamá, la vagina, ¿viste?

No era una vagina. Era una virgen. Una imagen de la Virgen de Luján, en un pequeño altar colocado sobre el muro.

Mamá se empezó a reír y papá la siguió de inmediato. La gente se reía, también. Los agudos habían vuelto con toda la furia, en la melodía de las carcajadas y el címbalo de las copas, los cubiertos, los platos. El mozo que vino a ofrecer postre se había puesto colorado; quería decir su parte, pero estaba tan tentado que no podía completar la frase.

Nos fuimos sin postre. Mamá ni siquiera nos preguntó. Creo que tenía tantas ganas de salir de ahí, que hizo un esfuerzo para esperar la cuenta y pagar.

El Enano se quedó callado en el auto. Tenía las manitos entrelazadas, como quien reza, colocadas entre sus dos muslos, y miraba por la ventanilla en un ángulo forzado, como quien mira al cielo. Yo sabía qué pasaba por su cabeza, conocía bien su mente literal. El Enano no podía haber soslayado el anuncio de papá sobre la caída del departamento. Mientras dábamos vueltas y más vueltas por la ciudad miraba los edificios, temeroso de que la enfermedad del departamento mencionado por papá fuese contagiosa y los demás edificios empezasen a caer, uno tras otro, como en una película japonesa clase B.

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