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Segunda hora: Geografía » 34. La variante Matilde

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Un sábado fuimos con mamá a buscar a la abuela Matilde. La idea era que pasase con nosotros el fin de semana, y que el domingo por la noche la devolviésemos a su casa. Nosotros no lo sabíamos y la abuela tampoco, pero todo este movimiento era en sí mismo una misión secreta. Papá y mamá estaban poniéndonos a prueba. Querían saber si la abuela sobreviviría al prospecto de convivir con nosotros. Si hubiésemos sido informados de tales intenciones, habríamos hecho notar que nosotros corríamos tanto o más peligro al quedar en manos de la abuela.

La abuela Matilde es de esas personas que creen que su deber como padres caduca el día en que sus hijos se van de casa. Todas las fotos del casamiento de mamá la muestran exultante debajo de su sombrero, pero los fotografiados miran siempre a cámara y la abuela no, como si celebrase una fiesta aparte. A partir de entonces, la abuela se dedicó a viajar por el mundo y a jugar a la canasta con sus amigas y a participar de cuanto evento de caridad le pasase por delante.

Una vez leí una tira de Mafalda en la que Susanita, la nena que sólo piensa en casarse con un buen partido y formar una familia tradicional, cuenta una de sus visiones de futuro. Se imagina reuniéndose con otras señoras bien para tomar un rico té y masas finas y otras delicadezas, en una reunión de caridad cuyo objetivo es recolectar polenta, arroz «y esas porquerías que comen los pobres». Recuerdo que le mostré la tira a mamá y le dije mirá, la abuela Matilde de chiquita. Mamá hizo un jijijí con el cual manifestaba su acuerdo y se eximía de comentarios comprometedores y después siguió leyendo el diario. Pero más tarde, creyéndose sola, la oí repetir el jijijí mientras picaba cebolla, y hubo otro jijijí cuando ya se había encerrado en su habitación, e imagino que debe haber hecho jijijí hasta dormida.

La abuela no llamaba casi nunca. Sólo se aparecía por casa para nuestros cumpleaños. Su presencia nos ponía a todos levemente incómodos (esto incluye a papá, por supuesto), y en especial a los homenajeados, que nunca sabíamos cómo agradecer los pares de medias o calzoncillos o pañuelos que constituían la totalidad de su gama de regalos. Cada vez que nos tocaba a nosotros ir a su casa —por regla general, para su propio cumpleaños—, se la pasaba vigilándonos para que no abriéramos el piano ni alborotásemos las carpetitas ni pusiésemos los pies encima de los sillones Luis Nosecuánto.

La sola perspectiva de llevar a la abuela en el Citroën hacía que el largo viaje de ida y vuelta a la quinta valiese la pena. La abuela prefería tomarse un remís, pero mamá le había dicho que eso era imposible, que no podía darle la dirección de la quinta por razones de seguridad. La abuela se mosqueó, como era inevitable. No confiás en tu propia madre, protestó. Mamá le dijo que no se trataba de una cuestión de confianza, sino de cuidado: al negarle esa información estaba protegiéndola. Ante esa manifestación de amor filial cualquier persona hubiese capitulado, pero tratándose de la abuela Matilde, la batalla recién comenzaba. ¿Cómo no vas a confiar en mi remisero, porfiaba, si es el mismo que me lleva a todas partes?

La abuela olía a cremas asquerosas y a

spray para fijar el pelo. Los potes de crema y el enorme tubo negro de

spray eran infaltables en su cartera. (Esta información se la debo al Enano.) Cuando mamá le propuso que se colocase una vincha sobre los ojos y unos anteojos negros encima de la vincha para disimular, la abuela puso el grito en el cielo. ¿Cómo iba a arruinar un perfecto peinado de peluquería para cuya realización, además, se había levantado a las ocho de la mañana de un sábado? (La abuela es de las que se peinan de peluquería hasta para ir a una quinta.) Mamá le dijo que entonces debería viajar agachada, el pecho contra las piernas y la cabeza entre las rodillas. La abuela aceptó de inmediato porque creyó que así preservaría su peinado. Pero el Enano y yo sabíamos más y mejor.

Seguro que en Houston, cuando entrenan a los astronautas para que se habitúen a los cambios gravitacionales, la NASA utiliza un viejo Citroën. La combinación entre la peculiar suspensión del auto y los muelles de los asientos somete al cuerpo a una serie de fuerzas contradictorias, muy similar, imagino, a la que se siente al atravesar zonas grávidas e ingrávidas y otra vez grávidas en cuestión de minutos. Y si al mando del Citroën hay un conductor brusco —como mamá, por ejemplo—, el efecto se multiplica por mil.

La abuela tenía que viajar durante una hora contemplando sus zapatos desde un primer plano, balanceándose en todas direcciones y rebotando sobre sí misma cada vez que mamá frenaba. Más de lo que cualquier marinero puede soportar. El Enano y yo nos reíamos ante cada maniobra bestial de mamá, en especial si la abuela estaba hablando en ese instante, porque entonces la voz se le estrangulaba como si alguien le estuviese saltando sobre el estómago y parecía el Gallo Claudio.

Pero nuestras risas eran contenidas; esperábamos el instante que no podía demorar. Y llegó en plena ruta, con un semáforo que no se había puesto rojo y un camión que salió al cruce adelantándose a su verde. Mamá clavó los frenos y la abuela se aplastó el peinado contra la guantera.

La vida es injusta, pero tiene sus momentos.

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