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Segunda hora: Geografía » 35. El experimento fracasa

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La abuela Matilde no había nacido para el contacto con la naturaleza. Una vez en la quinta, sólo salió al parque cuando llegó el momento de volver a su casa. Le molestaban las moscas y las hormigas. Le molestaba caminar con tacos sobre el pasto. Le molestaba el sol, que le arruinaba el cutis. Le molestaban los sapos, cuyo solo croar le producía escalofríos. Y la pileta le parecía el Ganges, oscura de cenizas y de muertos.

Adentro no estaba mucho mejor. La abuela decía que el

living parecía una feria americana, muebles de descarte en venta al mejor postor. Esta es una casa de gitanos, mascullaba cuando quería expresar el grado superlativo de su disgusto.

Pero papá y mamá estaban decididos a hacer que el experimento funcionase. Por lo pronto, papá cedió a la abuela su lugar en la cama grande y se vino a dormir con nosotros, lo cual nos encantaba pero fue toda una experiencia para mamá. Compartir la cama con la abuela encremada debe ser igual a dormir abrazado a una horma de queso provolone.

Para peor la abuela no pisó la cocina en ningún momento, porque se consideraba invitada y la cocina es territorio de los anfitriones. Eso no le impedía hacer comentarios sobre los platos que mamá ponía en la mesa. En esos momentos, la dinámica habitual de las cenas se alteraba por completo. Por lo habitual, mamá servía y papá daba cuenta de los primeros bocados abnegadamente, como corresponde a un buen marido; yo hacía resistencia pasiva y el Enano tragaba como el hipopótamo de Pumper Nic. Pero la presencia de la abuela lo trastocaba todo, y generaba situaciones como esta:

«¿Qué es esto?», preguntaba la abuela, hurgando con el tenedor en su plato de guiso marrón.

«Esto es gulasch», decía mamá, un ligero temblor en la voz.

«Gulasch es una comida húngara», me explicaba papá, y ahí de sobrepique la abuela me acorralaba:

«¿Sabés que significa gulasch en húngaro?»

«No, abuela.»

«¡Sobras recalentadas!»

Porque la abuela usaba cremas hediondas y abusaba del

spray y era pituca y desaprensiva, pero también era inteligente y culta y utilizaba su lengua como un látigo de cinco colas; nunca lastimaba en un solo lugar.

Papá y mamá hicieron lo imposible para evitar el desastre. Cuando el conflicto se aproximaba al estallido, por ejemplo al adueñarse la abuela del televisor y privarnos así de las series, los dibujitos y los Sábados de Superacción, papá y mamá trataron de compensarnos para preservar el precario equilibrio. Hubo rápidas, inmeditadas ofertas de partidas de TEG, revistas nuevas, salidas al cine y juegos submarinos. Todo aquello que podía cobrarse de inmediato fue cobrado, y el resto les quedó en la columna del debe. Pero al caer el sol del sábado, papá y mamá ya habían agotado todo su crédito. No podían ofrecernos más nada de lo que había en la quinta, y ya comenzábamos a sospechar que buena parte de lo concedido sería incobrable.

Entonces vino la cena, y con ella el gulasch.

Poco después sonó el silbato que indicaba el comienzo del entretiempo. El equipo local se retiró a vestuarios con dos goles en su contra y la sensación de un desastre inminente.

Le dijimos buenas noches a mamá casi con culpa. La estábamos entregando a los leones. Y a los provolones.

Siempre supimos que mamá y la abuela Matilde no se llevaban bien. Pero nunca las habíamos visto juntas durante muchas horas. En los cumpleaños siempre había distracciones, al menos para nosotros. Ese fin de semana fue revelador al respecto. La sobredosis de Matilde no dejó lugar a dudas.

Contra todo lo que habíamos creído, mamá también tenía su kriptonita.

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