Kamchatka

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Segunda hora: Geografía » 39. Emergencias

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El hospital estaba a pocas cuadras de la casa de la abuela, un edificio viejo pero bien cuidado que se alzaba en una esquina, pero en realidad no era un hospital. Según papá, se trataba de un sanatorio.

«En un hospital atienden a todo el mundo de manera gratuita», dijo papá, el aliento entrecortado, mientras atravesábamos la puerta principal y subíamos los escalones de dos en dos y de tres en tres. «Esto es un sanatorio. Los sanatorios no son públicos, sino privados. Acá, por ponerte una curita te arrancan la cabeza.»

Una expresión que habría hecho las delicias del Enano, si no se hubiese dormido en brazos de papá.

La sala de emergencias estaba a mano izquierda. Más que sala parecía un pasillo abarrotado. Había gente esperando su turno —recuerdo un hombre de camisa gris que tenía la mano envuelta en un repasador lleno de sangre—, soportes metálicos para el suero que dificultaban el paso, cajas de suministros, artefactos de uso desconocido y enfermeras gordas que iban y venían con cara de pocos amigos.

La abuela estaba al fondo, echada sobre una camilla. Tenía la blusa abierta al pecho, descubriendo el corpiño; una visión obscena. Estaba conectada a una línea de suero y a una serie de aparatos que emitían sonidos regulares y señales de colores. Además le habían colocado una sonda nasal. Supongo que la intención era que respirase por allí, pero la abuela respiraba por la boca abierta, casi jadeando.

Algo le había ocurrido a su peinado. Conservaba las formas, su volumen, su brillo artificial, y sin embargo se veía fuera de lugar, como si la parte superior de su cráneo hubiese girado unos pocos grados, ocultando por completo una oreja y desnudando la otra.

«¿Qué hacen acá?», dijo la abuela cuando nos vio llegar.

Yo di media vuelta y apunté a la salida, pero papá me agarró por el cuello y me acercó a su cuerpo.

Mamá pasó por alto la pregunta intimidatoria y tomó la mano de la abuela.

«¿Qué te dijo el médico?»

«Pavadas, como todos los médicos. Quédese tranquila, señora. Su estado es estable, señora. No sabremos nada hasta que sepamos algo, señora. No sé por qué no me ponen un marcapasos. ¡Y me dejan salir de una vez!»

La reconstrucción de los hechos podría ser la siguiente: papá llevó a la abuela hasta la puerta de su casa, se quedó en la calle hasta que la vio entrar y enderezó la proa del Citroën para volver a la quinta. La abuela entró por la puerta del garaje, llegó a la cocina con la idea de prepararse un té con miel y oyó sonar el teléfono en el otro extremo de la casa. Se preguntó quién podía ser a esas horas. Como todavía tenía su cartera colgada del hombro, decidió quitarse las pestañas postizas mientras caminaba hacia su habitación. Su intención era despegárselas y guardarlas en su estuche.

El estuche estaba dentro de la cartera.

Cuando mamá discó por enésima vez y empezó a darle ocupado, supo que algo había pasado. Probó suerte unas veces más y después nos obligó a ir a la tranquera, para que le avisásemos apenas se oyese en la distancia el rezongar del Citroën. Al llegar papá, lo obligó a cederle el volante, nos cargó como bolsas de papas y salió disparada rumbo a lo de la abuela.

Por fortuna era domingo a la medianoche y la ruta no estaba atestada. Sobre las características del viaje, baste decir que en un momento creí que la carrocería iba a desprenderse y que seguiríamos viaje montados sobre el chasis desnudo.

Mamá tenía una copia de las llaves de la abuela. Entró en la casa como una estampida, vio las luces encendidas, la cartera en el piso, el teléfono descolgado y el arma criminal, tiesa y verde sobre la alfombra. Como de la abuela no había ni rastros supuso que había salido de allí por sus propios medios, y decidió jugarse una carta yendo al sanatorio privado del que la abuela era socia desde los tiempos del abuelo.

Según Néstor, el «remisero de confianza» sobre cuyas virtudes tanto se había hablado, la abuela lo llamó por teléfono y le explicó la situación en dos segundos. (Cuando terminó de hablar la abuela no pudo o no se molestó por colgar; de allí el permanente tono de ocupado.) Néstor actuó con la mayor celeridad. Al llegar a la casa, la abuela ya lo esperaba en la puerta. La ayudó a caminar hasta la recepción del sanatorio, sobre cuyo mostrador la abuela empezó a golpear mientras, con su talante de siempre, decía a ver si alguien se mueve, che, que tengo un infarto.

No fue tan grave, pero el susto existió. Y la abuela quedó en observación, tumbada sobre la camilla, en espera del resultado de sus análisis.

Mamá le dio a papá las llaves de la casa y le pidió que fuese a apagar las luces y poner algo de orden. La orden fue tácita, pero papá comprendió: mamá quería que se hiciese cargo del arma criminal, para que la abuela no se la topase otra vez a su regreso. Así que hacia allí partió con el Enano todavía en brazos, que seguía dormido o fingiendo el sueño para escapar de las iras de sus mayores.

«¿Por qué no se van todos?», preguntó la abuela. «Ya le mandé a avisar a Luisa. Tiene que llegar en cualquier momento. La verdad que prefiero. La quinta esa queda lejos, y entre que llegan…»

«Yo de acá no me voy. ¿Con vos en estas condiciones? Ni loca», dijo mamá, tajante. «¿Cuál es el médico que te atendió?»

«Ese con cara de lavativa», dijo la abuela.

Mamá se fue a hablar con él y yo me quedé con la abuela.

Si no me equivoco, esa fue la primera vez que la abuela y yo estuvimos solos, cara a cara, el uno con el otro. No era la más propicia de las ocasiones. El ambiente me resultaba agresivo. Había mucho olor a desinfectante y a sudor reseco sobre la ropa. Todos los ruidos eran metálicos, de instrumental cayendo sobre cubetas; sentado sobre otra camilla, el hombre del repasador recibía puntos en su mano. Y la batalla que la abuela perdía a todas luces me perturbaba también. Allí tumbada, a medio vestir y con la sonda alterándole los rasgos, la dignidad que era su corona se desprendía de ella a toda velocidad, como si se desangrara.

«Sos tan serio», me dijo entre jadeos. «Tu madre también era. Así, seria. Te miraba como. Si te juzgara. La conciencia del mundo. Qué chica. Ser serio no sirve. De nada. Te arrugás. Sos de pensar mucho. ¿No? Ahora estás pensando. Que me volví loca. Puede ser. Andá a saber qué me están. Metiendo por la nariz. Oxígeno puro. Tengo burbujas. En la cabeza. ¡Champán!»

La abuela trató de reír, pero casi se ahoga.

«Vos conocés mi casa», dijo, boqueando.

Por supuesto que la conocía.

«¿Pero sabés llegar? ¿La dirección? ¿Sabés?»

Sabía la dirección y sabía llegar.

«Bien. Cualquier cosa. Ya sabés. Yo voy a estar. Cuando me saquen. Todos estos cables. Voy a estar. Cualquier cosa. Te espero.»

Yo asentí como un muñeco, enfático. Quería que la abuela dejase de hablar. Tenía miedo de que se ahogara. Mamá y el médico no estaban allí. Habían salido. La responsabilidad era toda mía.

«¿Te puedo decir algo? ¿Que nunca te dije?», preguntó la abuela.

Levantó una mano para acomodarme el pelo. Una mano que tenía conectada a una cánula.

«Te quiero mucho», dijo.

Ese fue mi primer encuentro con la abuela, provocado por el humor del Enano, el monstruo de la cartera y la sobredosis de oxígeno en la sangre.

Cuando nos volvimos a ver, yo ya estaba en Kamchatka.

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