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Quinta hora: Historia » 79. El Principio de Necesidad II

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Mucho después comprendí que regresar a la quinta era la más insensata de las opciones, lo que no había que hacer bajo ningún concepto, lo que figuraba con letras rojas en el Libro de la Prudencia. Esa decisión es la medida perfecta de la desesperación que papá y mamá sintieron.

Nos pasamos la tarde en una plaza, mientras papá seguía pidiendo cambio en todas partes y utilizando teléfonos públicos como si fuesen alcancías. Por lo menos hacía algo. Mamá parecía agotada de tan sólo esperar, esperar es lo peor, una condena. Al caer el sol sentimos frío y descubrimos que no habíamos traído abrigo suficiente, pero no dijimos nada. Pusimos la mejor voluntad para seguir jugando, aun cuando el Enano se parecía cada vez más a un Picasso del período azul y a mí se me dormían las yemas de los dedos al contacto con la helada barra que sostenía las hamacas. Al final el Enano señaló a los dos o tres chicos que todavía quedaban en los juegos y me preguntó si ellos también estarían en zafarrancho, como nosotros.

Dejamos el auto en una calle del pueblo apartada del centro y a partir de ahí anduvimos a pie. A un par de cuadras de la quinta, papá le pasó el cuerpo dormido del Enano a mamá y nos pidió que esperásemos ahí, sin hacernos notar. Un pedido fácil de honrar: la noche era tan cerrada, que apenas papá se alejó unos metros dejamos de verlo. Mamá ni siquiera podía fumar, para que nadie descubriese la brasita del cigarrillo en la oscuridad. Yo, que llevaba conmigo el libro de Houdini, hice el vano intento de leer durante la espera. Las letras eran un borrón. Es feo tener ganas de leer un libro y no poder, se siente como un sacrilegio, un desgarro en el tejido del Universo.

Papá tardó bastante en volver. Nos dijo que podíamos entrar, que era seguro, pero que debíamos prepararnos para lo que íbamos a ver.

Se habían llevado cosas, la mesa y las sillas del

living, el aparato del teléfono, el televisor. El suelo era un desastre, lleno de barro (la noche anterior había llovido) y de pisadas, suelas de goma, enormes, me hacían acordar a la huella que Neil Armstrong dejó sobre la Luna. Sobre la pared se veía una mancha más oscura que las sombras: era la marca del reloj de pie, la mugre que el tiempo había acumulado a sus espaldas y que ahora, en su ausencia, quedaba expuesta. También habían roto los vidrios, estaban desparramados por todas partes, no podías caminar sin que sonase cric cric debajo de los pies. Pensé que se trataba de un gesto inútil, pero después entendí que no. Era la forma que habían encontrado de asesinar al tiempo, de suspenderlo y por ende suspender la vida, al romperlos impedían que siguiesen fluyendo, líquidos, hacia el suelo, habían interrumpido su proceso; los habían matado.

De mi habitación se llevaron los dos colchones y la ropa del placard. Había quedado tan vacío como la primera vez que lo abrí. Esa desnudez me dio la idea, o quizá recordé lo que iba a hacer. (Los vidrios rotos desquician mi noción del tiempo.) Recogí un lápiz del Enano del suelo y debajo de la leyenda

Pedro ’75 escribí

Harry ’76. Después me trepé a la cajonera y dejé el libro en el mismo sitio en que lo había encontrado, confiando que el polvo completaría su ocultamiento y lo pondría a salvo, hasta que llegase el próximo escapista.

Mamá acostó al Enano dormido sobre la cama grande (se ve que no encontraron cómo llevarse este colchón) y papá lo tapó con su campera.

«Necesito saber que van a estar a salvo de toda esta mierda», dijo papá con una voz que le salió grave, con un toque de Narciso Ibáñez Menta.

«¿Sabés qué es lo único que me da miedo? No volver a verlos nunca más», dijo mamá, y después hizo un ruido raro con la garganta.

Yo sé todo esto porque lo escuché. Estaba afuera de la casa pero lo escuché. Los vidrios de su cuarto también estaban rotos.

Fue en ese instante, apenas después del ruido de mamá, que escuché el plop. Primero pensé que se trataba de otra gárgara, pero entonces descubrí que venía de otra parte, del parque, de la pileta, el agua hace plop. Corrí hasta el borde, imaginando que otro sapo había caído y que debía rescatarlo, no quería esperar más, en cualquier momento nos íbamos de ahí y yo no podía darme el lujo de confiar en el Antitrampolín, no tenía tiempo, había que salvar al sapo en ese instante porque estaba cansado de los sapos muertos, harto de enterrarlos, enfermo de esperar, esperar es lo peor, una condena.

Me llevé una sorpresa. El plop lo hizo el sapo no al caer, sino al salir del agua, trepando al Antitrampolín: allí estaba, subido al tablón inclinado, no lo soñé, lo juro, era un sapo precioso, tenía dos manchas sobre el lomo que parecían ojos, y es verdad que acababa de trepar porque el tablón estaba seco salvo por el rastro húmedo que el sapo dejó al salir del agua.

Nos quedamos un rato así, yo al borde de la pileta y el sapo en el tablón, como si todo lo demás hubiese sido un pretexto para llegar a ese momento, el momento que estaba escrito, dos existencias que se cruzan unos segundos y cambian para siempre, se cambian la una a la otra, uno cambia cuando no tiene más remedio, me lo explicó la señorita Barbeito.

Cuando se cansó de mirarme, el sapo dio un salto y se perdió entre los pastos.

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