Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 41. Casa tomada

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Vestía como cualquiera de mis amigos:

jeans, zapatillas Flecha y una remera naranja buenísima, con una moto sobre el pecho y la leyenda Jawa CZ, pero

extra large. Lucas era un gigante. Medía un metro ochenta y pico, lo cual lo hacía bastante más alto que papá y mamá. Llevaba consigo un bolso celeste que decía Japan Air Lines y una bolsa de dormir. Flaco flaquísimo, tenía piernas y brazos tan largos como los de las arañas que yo había soñado para la casa misteriosa. Parecía que lo habían estirado en un potro de tortura antes de venir y que todavía no se había acostumbrado a sus nuevas dimensiones, porque caminaba como si le hubiesen colocado resortes en la planta de los pies. Y tenía tres o cuatro pelos muy negros y solos y ridículos en la barbilla. Era como Shaggy, el de

Scooby-Doo, pero siniestro. Shaggy poseído por un espíritu maligno, víctima del vudú; Shaggy dispuesto a comerse tus ojos y a sorberte el cerebro a través de la cuenca vacía.

No tuve más remedio que acudir al llamado de mamá. Cuando llegué, la mayor parte de las presentaciones ya habían sido hechas. Todos sonreían salvo el Enano, que a gatas llegaba al muslo de Lucas y me miraba con cara de y ahora qué hacemos.

«Este es Harry», dijo papá.

Lucas me tendió la mano y dijo que mi nombre le parecía buenísimo. Todos los poseídos tratan de hacerse los simpáticos. Respondí el saludo, para que creyese que había caído en su trampa.

«Te presento a Lucas», dijo mamá.

«¿Lucas qué?», preguntó el Enano.

Hubo un intercambio de miradas entre papá, mamá y Lucas, al cabo del cual este último dijo:

«Lucas, nomás.»

Después de lo cual papá invitó a Lucas a acompañarlo, así le mostraba la quinta toda.

El Enano quería formar parte de la expedición, pero lo contuve con un gesto. Dejamos irse a los mayores y nos metimos en la casa, corriendo contra el tiempo.

En cuestión de segundos arrancamos todos los carteles. El Enano no entendía muy bien la razón, pero fiel a su juramento de obediencia acató mis ordenes sin chistar, mientras yo trataba de explicarle lo inexplicable.

Habíamos sido engañados. Lucas no era un chico. Era un grande disfrazado de chico, un simulador, un guardián que habían contratado para vigilarnos cuando papá y mamá se fuesen de allí. Si no hubiese habido atentado contra la vida de la abuela Matilde, por lo menos nos habríamos quedado con ella y sabido a qué atenernos. Pero ahora estábamos a merced de un desconocido. Un desconocido de piernas de resorte y brazos de alambre. ¿Habíamos visto alguna vez a alguien que se moviese de esa forma? Esa forma de andar no era humana. Peor: imitaba lo humano. Lo cual nos dejaba

ad portas del misterio que debíamos resolver. ¿Era Lucas lo que pretendía ser, lo que papá y mamá decían que era? ¿O era en verdad un emisario de lo oscuro decidido a esclavizarnos, nuestro Invasor personal?

Reducido al silencio por el peso de la duda, el Enano me entregó los carteles que había arrancado y se puso a jugar con el Goofy. Lo arrojaba hacia el otro extremo de la habitación. Le gustaba el ruido que hacía el piolín que todavía lo ataba a la cama, cuando llegaba a su tensión máxima y detenía en seco a Goofy en pleno vuelo. Pero a mí no me engañaba. El juego no lograba disimular su nerviosismo.

Cuando quise darme cuenta, mamá y Lucas estaban en el umbral del cuarto.

«Lucas va a dormir acá, con ustedes», anunció.

Estrujé en mis manos los bollos de papel de los carteles.

«Puedo dormir en el comedor, si querés», le dijo Lucas a mamá, percibiendo nuestra incomodidad.

«De ninguna manera. En el comedor entra un chiflete que ni te cuento», dijo mamá, y salió de la habitación como si nada.

Fue un instante que duró siglos. (El tiempo ocurre todo junto, creo yo.) El Enano abrazaba al Goofy, Lucas abrazaba su bolsa de dormir y yo estrujaba los papeles. Estábamos jugando a las estatuas, sin siquiera habérnoslo propuesto.

Fue el Enano quien rompió el hielo. Su cabecita determinó cuál era la única forma de sacarse la duda y la puso en práctica de inmediato. Dejó el Goofy sobre la cama, levantó las manos a la altura de su cara y flexionó los meñiques una y otra vez.

Lucas creyó que se trataba de un saludo. Dejó caer la bolsa al suelo e imitó el gesto del Enano, doblando también sus meñiques.

«Hola, Simón Vicente.»

«Hola, Lucas Nomás. ¿Sabés hacer Nesquik? Vení que te enseño.»

Y salió rumbo a la cocina, con Lucas a la zaga.

En apenas segundos, el Enano comprobó que Lucas no era uno de los Invasores y lo sumó al bando de la humanidad.

Yo no era tan crédulo. Sabía que existían muchas clases de invasores.

Arrojé al aire los papeles en un arranque de furia y me escondí adentro del placard.

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