Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 42. Elogio de la palabra

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Al principio, las palabras sirvieron para nombrar lo que ya existía. Madre. Padre. Agua. Frío. En casi todos los idiomas, las palabras que definen estas realidades elementales se parecen o suenan con una misma música. Madre es

’ummm en árabe,

Mutter en alemán,

mat en ruso. (Toda la tierra es igualmente tierra.) En cambio palabras que nombran experiencias igualmente humanas, como el miedo, no suenan igual en ningún lugar: miedo no es igual al inglés

fear ni al francés

peur. Me gusta pensar que nos parecemos más en las experiencias buenas que en las malas, y que en consecuencia es más fuerte lo que nos une que lo que nos separa.

Cada lenguaje supone una forma de concebir el mundo. El inglés, por ejemplo, es preciso y agudo. El español tiende a ser barroco. Es obvio que proporcionaron respuestas a las necesidades de su gente, porque tanto uno como otro han soportado la prueba del tiempo. De tanto en tanto sus académicos incorporan nuevas palabras que ya han sido probadas en el habla cotidiana, o aceptan como buenas estructuras que hasta entonces se consideraban defectuosas, pero las palabras nuevas son hojas en un árbol ya frondoso y las reestructuraciones son podas que alientan el crecimiento; el árbol sigue siendo el mismo árbol.

A pesar de la edad ya provecta de los lenguajes humanos, conozco cosas que existen y todavía no tienen nombre. Hay, por ejemplo, una palabra que define el miedo al encierro: claustrofobia. Pero no hay palabra alguna que defina el amor al encierro. ¿Claustrofilia? ¿Fueron claustrofílicos los monjes de Kildare, cuya copistería salvó de la destrucción a buena parte de la cultura occidental? ¿Es claustrofílico un minero o un submarinista?

Mi familia sostiene que yo fui claustrofílico desde que gateaba. Buscaba sitios pequeños y oscuros y me encajaba en ellos. Cuchas de perro. Aparadores. Baúles de auto. Como nunca lloraba, me quedaba ahí hasta que les pesaba mi ausencia y se ponían a buscarme. Si me había dormido, cosa que ocurría la mayor parte de las veces, la búsqueda podía durar horas. Si todavía estaba despierto, me encontraban enseguida, porque me oían reír. Se ve que me gustaba que mucha gente gritase mi nombre.

La explicación más difundida vinculaba mi claustrofilia a los diez meses que pasé en el vientre de mi madre. En teoría, esos cubículos oscuros me retrotraían a la seguridad del útero materno, del que nunca había querido salir. Pero había otras explicaciones, algunas de las cuales eran simplemente humorísticas. Durante algún tiempo circuló la versión de que tenía tendencias suicidas, después de que me sacaron a los tirones del interior de un viejo cañón, en un museo de Los Cocos, Córdoba.

Fui creciendo y los cañones me quedaron chicos. Pero de tanto en tanto, cuando estaba muy aburrido o decididamente cabreado, todavía optaba por la paz de algún placard. Me acomodaba entre las pilas de ropa y me dedicaba a oír. Dentro de los placares se oye todo. Son como una caja de resonancia de toda la casa. Uno va descubriendo capa tras capa de sonido. El depósito del baño, el sisear del calefón, la tele distante, el motor de la heladera, los movimientos de cada habitante, los diálogos que se supone no debemos escuchar. En los días húmedos, se puede oír hasta el crujir de la madera del mismísimo placard.

La tarde en que llegó Lucas (o Lucas Nomás, como lo bautizó el Enano) no oía más que mi propio corazón. Era un tren lanzado a la carrera, con las calderas a punto de estallar. Me dolía el pecho como si un puño me golpease las costillas desde el lado de adentro. ¡Estaba furioso! Me sentía engañado por mis padres y traicionado por el Enano. Decidí que, aun solo, iba a resistirme a la presencia del extraño. Quise pensar cómo hacerlo, pero el corazón no me dejaba concentrarme. Hacía mucho ruido.

La señorita Barbeito dice que el corazón es un músculo. Se expande y se contrae. Al trabajar hace este ruido: l-l-lup dup. No, no es lup dup sino l-l-lup dup, con la ele del principio sonando más larga; como en toda máquina, el movimiento inicial es el más dificultoso y por eso dura más. Según la señorita Barbeito, el hecho de que sea un músculo sugiere que puede ser controlado. Aunque el corazón es un músculo complicado y tiene sus bemoles. La mayoría de los músculos responde a nuestras órdenes directas y conscientes, pero el corazón es un músculo con caja automática, como los autos norteamericanos. Uno debe descubrir cómo anular la caja automática y poner en funcionamiento la caja manual, aunque más no sea por un rato. El proceso es engorroso, porque uno no viene de fábrica con manual de instrucciones (lo cual nos ahorraría tantos problemas) ni tiene switch, llave o perilla que le permita pasar de un sistema a otro. Es como

Aeropuerto, el libro, no la película (yo la película no la vi, pero el libro me lo prestó mamá): la nave está en problemas, el piloto oficial está knock-out y uno debe sentarse a los controles sin tener la menor idea de cómo se hace, guiado por la voz del señor que habla desde la torre de control o, como en este caso, por la voz (imaginaria) de la señorita Barbeito. En esa época estaban de moda los libros sobre aviones en problemas. Por ejemplo

El avión presidencial ha desaparecido, cuyo protagonista decía en un momento que uno debe mirar con atención a la madre de su novia antes de casarse, para tener claro cómo va a ser la futura esposa dentro de muchos años y saber si le conviene dar el salto o no. Me pareció una observación inteligente, que atesoré en mi libro de notas mentales con la intención de probarla cuando llegase el momento.

Cuando quise darme cuenta, el ritmo de mi corazón había aminorado. Me pregunté si el truco pasaba por no pensar, o como en este caso, por pensar en otra cosa. Uno piensa en otra cosa, se deja ir por las ramas y se distrae, y al distraerse se olvida de la angustia, y al olvidarse se aplaca. Era el mismo truco que me había funcionado con el problema de los bronquios, cuando se me cerraba el pecho y me parecía que no entraba más aire en los pulmones. Pensaba me ahogo, me ahogo y me ahogaba más. Entonces prendía la tele o me hacía un café con leche y me ponía a leer y me iba a Oz, Neverland o Camelot, y al rato descubría que respiraba naturalmente otra vez. Había que fingir que uno ignoraba el problema, para que pasase de largo o se diese por vencido. Había funcionado con mis pulmones; funcionaba ahora con mi corazón. Bien hecho, decía la señorita Barbeito dentro de mi cabeza. El aterrizaje fue casi perfecto. Ahora podés salir de la cabina y recibir las felicitaciones de todos. Sos un héroe, Harry. (A mí me llamaban Harry hasta en mi imaginación. Papá había sido claro al respecto. Nuestro nombre original debía quedar guardado bajo siete candados. Cualquier desliz era peligroso. Ni siquiera entre nosotros mismos podíamos utilizar nuestros nombres. Papá me llamaba Harry. Mamá me llamaba Harry.)

Houdini debe haber sido claustrofílico, también. O a lo mejor había muchas cosas de este mundo que lo ponían furioso y lo obligaban a meterse dentro de cofres, cajas fuertes y sarcófagos de vidrio, donde pensaba en cualquier otra cosa, cualquier estupidez, hasta que se tranquilizaba y decidía salir otra vez a la vida.

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