Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 47. Aprendo a respirar

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Me sentía como esos personajes de historieta que llevan sobre la cabeza una nube negra, que va a donde ellos van y de tanto en tanto les dispara un rayo. Durante el día no hice más que jugar al Ahorcado conmigo mismo, sin tomar nota de una sola cosa que se dijese en clase. Siempre había sido un buen alumno, pero ahora estaba dispuesto al boicot más absoluto: quería conseguir un Insuficiente perfecto en todas las materias, para que papá y mamá no tuviesen más remedio que sacarme de ahí. Lo del Ahorcado terminó llamando la atención del compañero de banco que me tocó en suerte, un chico llamado Denucci, que obviamente no entendía las reglas (¿cómo hacía para equivocarme al elegir las letras de una palabra que ya conocía?) y mucho menos mi compulsión a ahorcarme a mí mismo juego tras juego.

A la salida nos esperaban papá y mamá. Regresamos a pie a la quinta, porque querían enseñarnos el camino. El Enano arruinó mi perfecto malhumor con el relato de su experiencia; estaba encantado con el colegio nuevo.

«Mi señorita dice que tengo lindo pelo. Dijo que soy simpático, también. Y que el nombre Simón es muy lindo. Sandra es lindo. Mi señorita nueva se llama Sandra. ¿Por qué no te pusiste Sandra, mamá? San Roque tiene un perro, ¿viste? ¿Puedo tener un perro?»

Papá, que estaba de buen ánimo, dijo que San Roque tenía lastimaduras en la pierna y le preguntó si también quería tener lastimaduras.

«No, porque el perro me las va a chupetear como a San Roque y me van a tener que dar la vacuna tirrábica. Cuando sea grande quiero ser santo, pero un santo sano.»

«Como San Atorio», dijo papá.

«¡Claro!», dijo el Enano.

Lucas volvió tarde a la quinta, cuando ya estábamos terminando de cenar. No tuvo mejor idea que la de preguntarme cómo me había ido en el debut escolar. Fue la excusa ideal para levantarme de la mesa y salir al parque dando un portazo. El pasto todavía estaba húmedo de la lluvia de esa tarde, breve y furiosa. Cuando el viento agitaba las ramas, caían gotas que me pinchaban la cara.

El colegio trastocó mis horarios, pero no quería abandonar mi programa de entrenamiento físico. A pesar del sueño, la bronca y la panza llena, me embarqué en una carrera alrededor del parque. Esta vez concluí apenas una vuelta y me derrumbé sobre el pasto, a la altura de la ventana de la cocina. Jadeaba. Desde adentro llegaba una música puesta a todo trapo, un tipo gangoso que cantaba

qué pgofunda emoción /

gecogdag el ayeg /

cuando todo en Venecia me hablaba de ti. Me pareció ver a mamá en la cocina. Para disimular mi penoso estado, probé suerte con las flexiones de brazos. Hice dos, nomás. Dos. El pecho me silbaba cuando escuché el portazo. Era Lucas. Que corría. Por el parque. Solo.

Lo extraño no era que hubiese salido a correr tan pronto, cuando acababa de aceptar el ofrecimiento de mamá para cenar algo. Lo raro era la forma armoniosa con que se movía al correr. El zanquilargo de Lucas, que caminaba igualito a Groucho Marx y en su torpeza lo derribaba todo con los codos, corría con movimientos regulares y llenos de gracia, como si hubiese sido diseñado para la velocidad. Y para agregar más sal a mi herida, lo vi dar tres vueltas sin siquiera romper a transpirar.

«El secreto está en el ritmo», me dijo, trotando en el lugar al término de la cuarta vuelta. «Tiene que ser regular, siempre. Corrés al mismo ritmo. Respirás al mismo ritmo. Inspirás por la nariz. Llenás la panza de aire y espirás. El pecho no, la panza. Si hacés eso, no te cansás nunca.»

«¿Nunca?»

«¿Querés ver cómo corro cuatro más?»

«¿Te puedo acompañar?»

Lucas acomodó su ritmo a mi ritmo. Fuimos trotando despacio, conmigo imitando el movimiento de sus brazos, regular, cada inspiración cuatro tiempos, cada exhalación cuatro tiempos, hasta un extremo del parque, bordeando las ligustrinas, llegando a la casa, arrancando otra vez, regular, cuatro para adentro, cuatro para afuera. Cuando quise darme cuenta, el pecho ya no me silbaba. Correr así reconectaba la caja automática de mis pulmones: funcionaban como debían otra vez, en sintonía con el resto de mi organismo y sin mi torpe interferencia.

Le pregunté si siempre había corrido así, desde chico.

Me dijo que no, que había aprendido. Que todo lo bueno se aprende.

Le dije que algunas cosas sabíamos hacerlas desde que nacíamos.

Pero tenemos que aprender a hacerlas bien, respondió. Todo el mundo respira, por ejemplo, pero hay muchísima gente que respira mal. Los bebés conservan el instinto natatorio, pero hay que desarrollárselo. También se mueven, pero torpemente: necesitan calibrar una sintonía fina. Y así con muchas cosas. Venimos bien equipados, pero nadie nace sabiendo cómo usar el equipo.

Nunca lo había pensado, dije. ¿Qué otras cosas tenemos que aprender?

Emitimos sonidos, pero aprendemos a hablar.

Y a cantar.

Claro. Y a pensar.

Y a sentir.

Sentir es importante, dijo Lucas.

Cuando me quise dar cuenta, habíamos completado tres vueltas.

Nos aproximamos a la casa. La música aturdía. Matt Monro cantaba

No puedo quitar los ojos de ti en su ridículo castellano.

Entramos al comedor, transpirados, satisfechos, para descubrir que papá y mamá bailaban, con el Enano molestando entre sus piernas. Apenas me vio me quiso arrastrar para que bailara con él y mamá invitó a Lucas, que dijo no, no, no con la boca llena de pan y, empujado, regresó a su torpeza habitual (también era necesario aprender a bailar) mientras papá se rascaba la cabeza y contemplaba el vaso vacío que había dejado sobre el combinado y preguntaba, che, ¿quién se tomó mi vino?

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