Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 51. Donde me convierto en un hombre de misterio

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Al principio mis nuevos compañeros me ignoraron. El discurso del padre Ruiz no había tenido en cuenta un principio incuestionable en este tipo de sociedades infantiles: el recién llegado, el «nuevo» (como si acabase de nacer), es siempre un ciudadano de segunda, al menos hasta que demuestre lo contrario. Obrando no con maldad, sino en respeto hacia esa norma no escrita, mis compañeros cuchicheaban a mis espaldas y se reían; durante los recreos se reunían en grupos y anunciaban a los gritos el juego en que pensaban embarcarse sin extenderme invitación, una representación concebida para este único espectador; y al comienzo de cada día, cuando se pasaba lista, uno de ellos (siempre distinto, ya que estaban organizados hasta ese punto) esperaba a que el maestro dijese Vicente, Haroldo para de inmediato preguntarme en un susurro: ¿Haroldo Vicente qué?, pregunta que sugería que yo tenía dos nombres pero ningún apellido.

Lo que acabó desarmando la charada fue mi reticencia. La gracia de estos juegos está en que el «nuevo» desespere por ser aceptado, como suele ocurrir. Pero yo tenía muchos motivos para no interesarme en esa sociedad. Por una parte, pesaban sobre mí las prohibiciones de papá y mamá: no debía dar ninguna pista que permitiese descubrir quiénes éramos en verdad, lo cual vedaba casi todos los tópicos de conversación que me eran naturales. Hasta Superman podía ser una pista que los llevase hasta mí si interrogaban a Fernández, el kioskero de mi esquina, que podía dar fe de mi religiosa compra quincenal. Por otra parte, estaba mi resentimiento. Yo me sentía tan separado de mis nuevos compañeros como los místicos y los superhéroes del resto de la humanidad. Extrañaba a mis amigos de siempre, que me parecían mucho más piolas. Pensaba que ninguno de los chicos del San Roque llegaba a los talones de Bertuccio y pasaba el tiempo comparándolos para mis adentros. Bertuccio jamás haría esa pavada. Bertuccio juega mejor a las figuritas. Bertuccio nunca hubiese permitido que lo echasen del aula, por lo menos no sin protestar hasta que el portero se lo llevase a la rastra.

La razón más poderosa de mi desinterés se me fue aclarando de a poco. ¿Quién puede querer la amistad de un chico de diez cuando cuenta con la de un hombre de dieciocho? En presencia de Lucas, todos mis compañeros parecían nenes de pecho, timoratos y bobalicones. Lucas era mi linterna verde, mi sol, mi araña radiactiva: la verdadera fuente de todos mis poderes. Mientras ellos pateaban la pelota en la vereda, yo practicaba nudos marineros. Mientras ellos se llenaban la panza de papas fritas, yo daba cuatro vueltas al parque. Mientras ellos miraban la tele, yo practicaba apnea en la bañera llena. (Mamá estaba agradecida a Houdini, que había logrado lo que ella nunca: que me bañase diariamente.)

Pronto dejaron de cuchichear, de reírse, de fingir. Era obvio que no me hacían mella. Yo no había tenido un solo gesto de acercamiento, ni siquiera una sonrisa. De hecho, hasta me había dado el lujo de declinar una invitación de Denucci a sumarme a su juego de figuritas. A partir de allí comenzaron las conjeturas sobre mi verdadera identidad. ¿Por qué de tanto en tanto me olvidaba de contestar presente, cuando pasaban lista y decían mi nombre? ¿Por qué el señor Andrés me había perdonado esa vez que no supe responder y en cambio dije ¡siguiente!, sacándole la palabra de la boca? ¿Por qué me aislaba en los recreos y escondía el papelito en que escribía apenas alguien se me acercaba? ¿No encubrían un misterio, todos esos signos?

Me ofrecieron chicles y caramelos. Me ofrecieron cambiar figuritas.

Siempre dije que no. Al principio por precaución y después por placer. No hay nada más divertido que ser un hombre misterioso.

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