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Tercera hora: Lenguaje » 57. Una de las malas noticias se vuelve buena

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En los días siguientes, asistimos en la doble condición de testigos privilegiados y conejillos de Indias al fenómeno de mamá ama de casa.

Mamá nunca fue ama de casa. Mamá era un desastre en la casa. Si lo primero era consecuencia de lo segundo o lo segundo de lo primero es una cuestión de sustancia filosófica tan inapresable como la del huevo y la gallina.

Pero mi juicio al respecto es objetivo. Tengo un centenar de pruebas que lo sustentan.

Una vez metió un pollo en el horno sin sacarle de adentro la bolsita con los menudos.

Una vez planchó una remera de nylon con la plancha a todo calor y se le quedó pegada.

Una vez quiso pintar mi cuarto y pintó encima del empapelado.

Una vez llenó la licuadora hasta el tope y entonces la encendió.

Una vez prendió el horno sin vaciarlo y quemó la tabla de picar carne.

Una vez, medio dormida, le puso el guardapolvo al Enano sin quitarle antes la percha y lo mandó así al colegio.

Papá sobrellevaba esta situación con hidalguía, en parte porque estaba enamorado, en parte porque mamá era irreprochable en todo lo demás y en parte porque él también era un desastre como hombre-de-la-casa (una vez estuvimos seis días con el inodoro tapado y terminé destapándolo yo, sopapa en mano, porque a papá le daban arcadas) y eso le impedía levantar la mano para tirar la piedra.

Pero todos aquellos percances habían sido producidos por la mamá de siempre, cuyo paso por la casa era más bien fugaz o dedicado a los menesteres que sí le daban placer, como ver películas, hacer crucigramas o leer eternamente en el baño.

Ahora todo era distinto. Sin facultad ni laboratorio, mamá no tenía más remedio que quedarse en la quinta. ¿Cuántas películas podía ver por día? ¿Cuántos crucigramas haría? ¿Cuántas horas pasaría sentada en el Pescadas, leyendo

Teoría termodinámica de la estructura, estabilidad y fluctuación?

Durante un par de semanas me fue posible descubrir cada una de las actividades que había desarrollado mientras yo estaba en el colegio. El Sherlock Holmes que vivía en mí la tenía bien fácil: sólo había que seguir los rastros de ceniza. Las cenizas al pie del combinado indicaban que había puesto música mientras trabajaba. Las cenizas sobre el mármol de la cocina indicaban que había un cigarrillo entre sus labios mientras lavaba los platos. Las cenizas sobre el piletón indicaban que había lavado ropa a mano, a pesar del frío. Las cenizas sobre la rejilla del suelo del baño indicaban que había estado sentada en el trono, lo suficiente como para necesitar disponer de los restos del cigarrillo; levanté la rejilla y ahí estaba, la colilla flotando en un fondo de agua.

Otros indicios eran más sutiles. En un momento, por ejemplo, empecé a sospechar que la marca de cigarrillo sobre el alféizar de la ventana se estaba poniendo más profunda. ¿Dejaba mamá su cigarrillo encendido allí donde alguien —un viejo habitante, otra mamá— lo había dejado antes? ¿Había, en efecto, momentos en que mamá dejaba de ser un torbellino limpiador como esos que aparecían en tantas propagandas para quedarse contemplando el parque, ensimismada, mientras el cigarrillo se consumía a su lado? ¿Qué miraba desde allí? (El panorama era agradable, hasta plácido, pero sin ningún relieve.) O en todo caso, ¿qué habían mirado todos los fumadores que vivieron fugazmente en la casa?

Pensé que a lo mejor la casa se estaba apoderando de mamá. Son cosas que pasan, en especial en las películas y en las novelas de Stephen King. El hombre del cigarrillo original (para mí era un hombre; pura intuición) había tenido una historia trágica. Seguramente era algo de Pedro, porque está claro que Pedro no era: Pedro era un chico como yo, y los chicos no fumamos. Me lo imaginaba tío de Pedro, un tío muy querido —hubiese sido más lógico que fuese su padre, pero pasé por alto esa alternativa— cuya muerte lo había sumido en una tristeza de la que China y Beba pretendían sacarlo a pura ingestión de alfajores Havanna. Lo cierto es que la tragedia de esa vida truncada había resultado en un espíritu insatisfecho. Se sabe: cuando una persona es traicionada o asesinada, su espíritu no descansa, sino que vaga por ahí esperando justicia. (Hay espíritus que piden venganza, pero esos van a parar al infierno de cabeza, como el padre de Hamlet, que no entendió que no se pueden purgar los pecados pidiendo la comisión de otros; justicia y venganza son cosas muy distintas.) Y el fantasma del tío de Pedro vagaba por la casa, y se insinuaba a la persona que más tiempo pasaba dentro de esos muros —mamá, claramente—, que sin darse cuenta adoptaba cada vez más actitudes propias del muerto, como fumar en la misma ventana, víctima de la misma ensoñación. Se me ocurrió además que el tío de Pedro podía estar enterrado allí, en la quinta, sin que cruz o lápida alguna señalaran el punto preciso. Una día iba a ir con el Enano a enterrar otro sapo y me iba a encontrar con su esqueleto, envuelto en ropas raídas, y en su bolsillo hallaría un paquete de Jockey a medio fumar.

(Esa es la única contra del pensar en otra cosa como forma de distracción. Funciona durante el primer rato, pero siempre termina regresando a aquello de lo que queríamos distraernos, en forma corregida y aumentada.)

Una tarde, al volver del colegio, el Enano y yo descubrimos que el torbellino limpiador había devuelto todo lo que se había llevado. Los platos de anoche seguían sobre la mesa y las zapatillas y la ropa sucia estaban donde las habíamos dejado y los ceniceros desbordaban y las colillas flotaban en restos de café. Mamá estaba tirada en el sillón, cigarrillo en mano, con los pies sobre la mesita y la lata de Nesquik entre los tobillos, mientras miraba la tele.

«Lo que yo no entiendo», dijo, sin que mediara un hola o un buenas tardes, «es este asunto de los meñiques rígidos. ¿Una civilización tan avanzada como para tener naves interestelares y no puede lograr meñiques flexibles?»

«Es un defecto de fabricación», dije yo, mientras me sentaba a su lado. «Le pasa a los mejores. Aquiles tenía el talón vulnerable porque la mamá lo agarró del pie cuando lo metió en la laguna Estigia.»

«¿Dónde hay un vaso limpio?», preguntó el Enano, que venía de la cocina con el sachet de leche.

«No hay. Echá la leche dentro de la lata, total queda poco Nesquik», dijo mamá, sin apartar los ojos de

Los invasores.

Y así recuperamos a mamá. Al cabo de muchos días de intentarlo, sucumbió a la evidencia: tenía la misma imposibilidad física de realizar bien una tarea de ama de casa como el Enano de tratar un objeto sin desintegrarlo. Con laboratorio o sin él, con fantasma o sin fantasma, mamá seguía siendo mamá.

Lo cual, por si no se entendió, era la buena noticia.

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