Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 59. La estación más traicionera

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El invierno lo complica todo.

Hay que sacar de circulación la ropa ligera y desempolvar camisetas de manga larga, pijamas, bufandas y pañuelos, medias de lana, gorros y camperas. Estas prendas huelen a encierro, pican (aunque sean nuevas, como las que papá y mamá nos compraron en un negocio llamado, ¡vergüenza!, Mimito) y hacen de uno un muñeco gordo y torpe, como el de Michelin. Hay que hundirse en los placares y rescatar edredones y mantas con que dotar de peso a las camas, para que cuando uno se cubra sienta que se está echando encima una lápida. Hay que encender estufas, eléctricas o a gas, que las primeras veces huelen siempre a tierra quemada. Hay que cerrar ventanas, asegurar las puertas para que el viento no sea impertinente, investigar filtraciones y poner burletes. Hay que bajar el nivel de frío de las heladeras, para que la leche no te corte los dientes. Bañarse se vuelve una tortura, por el frío mismo, por las toallas que nunca están secas del todo y por la humedad que se genera si te diste esos baños a puro vapor; en ese caso, además de picar, la ropa se pegotea al cuerpo.

El aire se envicia, es aire de ayer, de la semana pasada, que circula por la casa como caballo de calesita, transportando olor a medias húmedas de nuestra habitación al pasillo, y olor a sopa de la cocina al

living, y olor a tierra del comedor a la pieza de mamá, mientras los resfríos saltan de uno a otro miembro de la familia hasta que, tumbado el último, reinician el ciclo con el brío original.

El afuera lastima. Los días son demasiado cortos. (Nada más deprimente que salir de noche rumbo al colegio.) Las lluvias producen barriales que anegan los caminos. Ni siquiera podemos divertirnos con los charcos, porque las botas de goma quedaron en la casa de verdad y papá y mamá demoran el cumplimiento de su promesa de nuevas. El Enano y yo fingimos que el invierno no existe, pero las hojas caídas se están desintegrando y forman una pasta maloliente debajo de los pies, y los sapos no se asoman, y la mitad del tiempo no entiendo siquiera lo que el Enano dice, la cara tapada por vueltas y vueltas de bufanda —el hijo de la Momia Negra.

Lo mismo de siempre. O casi. Porque ese invierno algo es diferente.

La gente cerró puertas y ventanas antes de tiempo, llaves con doble vuelta, trabas y postigos, pasadores, cadenas. Dicen que hay mucho bicho suelto este invierno, mucha peste. La gente prefiere el aire sucio a los ruidos indeseados y los olores familiares a los nuevos, porque un olor nuevo significa otros organismos y los otros organismos son desconocidos y uno no tiene tiempo ni energía para conocerlos, es invierno, hay mucho bicho suelto, mucha peste. Cuando alguien golpea o toca el timbre, la gente finge no estar o responde desde lejos. Los carteros se preguntan por cuánto tiempo no volverán a ver una cara amiga. Hasta las comunicaciones telefónicas son más breves, como si hubiese piedad para con las palabras que deben viajar por cables expuestos a la escarcha, al granizo, al agua, porque ese invierno hablar no es saludable, mucho bicho suelto, mucha peste, cuando uno habla le sale vapor de la boca y eso no es bueno porque hace evidente que uno habla, conviene hablar adentro de las casas porque el aire está caldeado y uno no exhala vapor y entonces puede decir tengo hambre, estoy perdido o ma, ¿qué es eso que muestran en la tele?, sin temor a que el invierno lo traicione.

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