Kamchatka

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Tercera hora: Lenguaje » 60. Apnea con ayuda celestial

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En esas tardes muertas, el Enano y yo nos dábamos larguísimos baños de inmersión. Yo aprovechaba para practicar apnea. El objetivo era llegar a los cuatro minutos debajo del agua que, entre otras hazañas, habían hecho de Houdini una leyenda. Mientras me sumergía, el Enano tomaba el tiempo con el reloj de mamá. No es que supiese medirlo todavía, pero podía dar cuenta de la cantidad de veces que la aguja más finita pasaba por el doce. El Enano no contaba minutos, contaba vueltitas.

«Cuando sea grande quiero ser santo», dijo el Enano esa vez, sentado sobre la tapa del inodoro mientras jugueteaba con el reloj. Mamá le había puesto condiciones claras: manos secas y prudente distancia de la bañera llena.

«¿Cuántas veces te lo voy a decir? ¡Simón Templar no es un santo de verdad!», protesté yo, entre una y otra inspiración profunda.

«Pero San Roque sí.»

Asentí mientras exhalaba.

«Hay muchos santos. El otro día, en la misa larga, nombraron como mil, ¿te acordás? San Roque, ruega por nosotros. San José, ruega por nosotros…»

«¡Estoy listo!»

«Esperá que la agujita llegue al doce. San Martín, ruega por nosotros. San Pedro, ruega por nosotros…»

«Nene…»

«¡Ya!»

Me sumergí. Desde abajo podía oír todavía la voz del Enano, que seguía hablando como si yo pudiese entender lo que decía.

Con la práctica había incorporado algunos truquitos. Cuando uno está ansioso o nervioso aguanta menos. En cambio si se distrae —y deja de pensar obsesivamente en lo que está haciendo—, aguanta más. Como el fondo de la bañera no ofrece grandes distracciones por sí mismo, me había asegurado mi propio

show. Tenía dos soldaditos. Uno era enorme, medía como veinte centímetros: un guerrero medieval, armadura de pies a cabeza, que esgrimía una maza que el Enano perdió. El otro era chiquitito, no sé, ¿seis centímetros?, azul de pies a cabeza: un buzo que papá me compró en esos supermercados geniales que habían empezado a aparecer por todos lados, Gigante o Jumbo, creo, ¡donde te vendían hasta juguetes! Este tenía los brazos extendidos hacia delante, porque venía con un propulsor submarino parecido a los que se usaban en

Operación Trueno que el Enano, huelga decirlo, desintegró, y las piernas extendidas culminando en patas de rana que se me rompieron a mí, de tanto movérselas. Lo bueno de estos soldaditos era que podían representar historias distintas. Como su yelmo tenía una cresta en mitad del cráneo, el guerrero medieval me servía también como Ultramán. Y como tenía los brazos extendidos hacia delante, el buzo parecía estar volando, o sea que podía ser Superman, por ejemplo, o…

Tiempo de emerger.

«… ruega por nosotros. San Jorge…»

«¿Cuánto hice?», pregunté entre jadeos.

«La aguja no llegó al doce. Llegó hasta acá.»

«¿Cuarenta segundos?»

Era un bochorno. Necesitaba prepararme mejor. Inspirar hondo, hondísimo. Exhalar…

«San Mateo, ruega por nosotros. ¡… Y se me acabaron! ¡Decime más santos!»

Dije que no con la cabeza, mientras seguía practicando.

«¡Decime o no te cuento más!»

«San Felipe.»

«Eso es un vino, estúpido.»

«Antes de ser un vino fue un santo.»

«Ruega por nosotros. ¡… Otro más!»

«San Carlos.»

«¡… de Bariloche, ruega por nosotros!»

«San José.»

«¡Ya lo dije!»

«Entonces, inventá.»

«¿Qué decís, nene?»

«Usá palabras que empiecen con san. San Griento, por ejemplo. ¡Contá otra vez!»

«Esperá que llegue al doce… San Griento, ruega por nosotros. San… Guchito. ¿San Guchito está bien?»

«Sí, dale.»

«¡Ya!»

Nueva inmersión. El Enano seguía con sus letanías, como si nada.

Superman nadaba hasta lo más profundo del océano. Un mensaje de Jaime Olsen lo había alertado: capturada por Lex Luthor, Luisa Lane estaba atrapada en una cueva submarina, cuya boca estaba cubierta por una piedra chata extrañamente parecida a un tapón gigante. Debía sacarla de allí, antes que Luisa consumiese todo su oxígeno y muriese asfixiada. Finalmente Superman llega a la cueva, y haciendo uso de su fuerza descomunal retira la piedra. (Todo esto ocurre con música de fondo, por supuesto: mi Orquesta Mental, siempre lista para los grandes acontecimientos.) Entonces comprende la dimensión del engaño. No hay rastros de Luisa, que nunca estuvo allí. La piedra no tapaba el acceso a una cueva, sino a un abismo que todo lo devora, una suerte de agujero negro submarino por el que todo el océano puede desaparecer en cuestión de minutos. ¡Debe cerrar nuevamente el acceso a la cueva, antes de que la vida del océano todo perezca… y con ella los habitantes de la ciudad de Atlantis, que está a pocas millas de allí! (En las fantasías se mide en millas.)

Superman lucha contra el peso descomunal de la piedra-tapón. Tiene en su contra al agujero negro submarino, llamado Abismo Simoníaco, cuyo poder crece segundo tras segundo. Ya desespera, cuando descubre que alguien ha llegado hasta él. ¡Es Ultramán! Con esperanzas renovadas, le pide que lo ayude a mover la piedra-tapón. Es entonces cuando descubre que Ultramán ha sido hipnotizado por Luthor, y que en realidad está allí para impedirle salvar a Atlantis. Súper y Ultra (parecen dos naftas) se trenzan en combate. ¿Podrá Superman derrotarlo a tiempo para devolver la piedra-tapón a su lugar y preservar la vida oceánica? ¿Será capaz de…?

Tiempo de emerger.

«¡San Bayón! ¡San Drini! ¡San Toro!»

«¿Cuánto hice?»

«Una vuelta. ¡Decime otro santo!»

«San Dokán. San Día. San Forizado. ¡Una vuelta entera, nene!»

Salté fuera de la bañera, salpicándolo todo. (Para los inquisidores, conste que cuando me bañaba en compañía del Enano lo hacía con el calzoncillo puesto; a esa edad, el concepto del pudor está sólidamente desarrollado.) Quería avisarle a mamá de mi hazaña. ¡Había aguantado un minuto completo! Ahora —el eterno optimista, siempre— se trataba apenas de seguir practicando. Si había tardado tantos días en llegar al minuto, tardaría el doble en llegar a los dos, y otra vez el doble para arribar a la marca deseada. Lógica pura, como le gustaba decir a mamá.

Abrí la puerta del baño. Desde el umbral vi a mamá en el

living, teléfono en mano. Hablaba con la cabeza gacha, como si dialogase con el piso.

«… a las diez, entonces. Sí, la conozco. Yo soy rubia y voy a estar leyendo un libro de… física. Sí:

Teoría termodinámica de la estructura».

«¡San Itario!», gritó el Enano a mis espaldas, inspirado por su trono.

Mamá me vio, entonces. Se ve que el grito la asustó, porque me miró con los ojos hundidos.

Yo cerré la puerta y regresé a la bañera.

Una nueva inmersión me permitió repetir la historia, otra vez hasta el punto del combate Súper-Ultra. Tampoco llegué a saber el desenlace. Si mal no recuerdo, no llegué nunca a saberlo.

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