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Cuarta hora: Astronomía » 66. Las larvas

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En una época había una comadreja que volvía loco al abuelo. Hacía desastres en el gallinero. Tengo un fugaz recuerdo de sangre, de plumas, de huevos cascados. El abuelo puso trampas y tapió cada agujero, pero la comadreja seguía colándose y diezmando a los pollos. Hasta que el abuelo dijo basta y salimos a cazarla.

Me sumé a la partida con entusiasmo. Había algo de western en el conflicto. La comadreja era un cuatrero, el abuelo era la ley y yo su alguacil; estuve a su lado cuando preparó su escopeta, cargando sus bolsillos con cartuchos rojos llenos de perdigones, y corrí en busca de Salvatierra cuando me pidió que lo sumase a la expedición. Los dos varones también se acoplaron. Lila, en cambio, no quiso saber nada. Las mujeres tienen ese instinto.

Fuimos de aquí para allá durante un largo rato, de forma tan errática que pensé que la comadreja estaba engañándonos. Hasta que Salvatierra dio con la pista. Se paró a un metro de un árbol, le echó una ojeada al agujero del tronco y dijo que estaba ahí adentro. Al principio no le creí, pero entonces metió el caño de la escopeta en el hueco y disparó.

Las escopetas suenan como cañones. No imagino cómo suenan los cañones.

Después hundió la mano y la sacó.

La comadreja es un bicho asqueroso. Por fuera parece un almohadón peludito pero por dentro está llena de uñas y de dientes. Salvatierra la tiró al suelo y le hurgó en el vientre con el caño de la escopeta. Me pareció gratuito, porque era obvio que estaba muerta, pero entonces Salvatierra corroboró lo que pensaba.

«Esta anda con cría», dijo.

Adentro de la bolsa del vientre tenía varios bichitos, blancos y pelados, poco más que larvas, que se retorcían como desperezándose.

«¿Qué les va a pasar ahora?», pregunté yo.

Salvatierra miró al abuelo. El abuelo no dijo nada. Prefirió remover los cartuchos de su escopeta y agregarlos a la provisión de sus bolsillos.

Manolo, el mayor de los Salvatierra, que se había arrodillado como yo al lado de la comadreja, dijo:

«Se van a morir».

Yo le di un empujón y lo tiré sentado.

«Qué decís. Si les doy de comer y los abrigo, no se van a morir», aseguré, porfiado.

«Son muy chiquitos», dijo Manolo. «Están mamando, ¿no ves? Mirá esas boquitas. ¡No existen mamaderas tan chiquitas!»

«Vaya para la casa», terció Salvatierra, con autoridad regia. Manolo lo miró con resentimiento. ¿Por qué lo echaba a él, si el necio era yo?

Aunque a regañadientes, obedeció, seguido de cerca por su hermano. Salvatierra pidió permiso y se fue también. Me quedé solo ahí, debatiéndome entre el asco y la impotencia, queriendo llevarme las larvas pero a la vez temiendo dañarlas entre mis dedos, sin saber cómo agarrarlas, dónde ponerlas, qué hacer, mientras el abuelo me miraba con una expresión que nunca antes le había visto, esa cara de parto que ponen los grandes cuando sus hijos y nietos se ven enfrentados a un dolor del que no pueden preservarlos.

Yo no quise ni cenar. Me quedé al lado de la chimenea, con mi caja de cartón llena de retazos de telas que hacían las veces de colchón y mis larvas somnolientas. Después de acostar al Enano mamá vino a verme y se sentó a mi lado y al rato me dijo que me sentase encima de ella y yo obedecí, cargándome la caja sobre la falda. Las larvas tenían sueño y yo también.

A la mañana siguiente me desperté en mi cama. Durante un momento pensé que todo había sido una pesadilla. Pero mamá, que estaba atenta a mi despertar, me cargó en sus brazos —yo tenía seis o siete años, por entonces, y todavía era maniobrable— y me llevó hasta la orilla de la laguna.

Había enterrado las larvas ahí, al filo del limo en que crecían los juncos. Me dijo que sus cuerpitos ayudarían a los juncos a crecer más fuertes y flexibles. Mamá me contó que los seres vivos nunca se van del todo, que todo lo que muere cerca de uno sigue cerca de uno, en el aire que respira, los vegetales que come, la tierra que pisa. Yo no supe qué pensar entonces, no entendí gran parte de lo que me decía y tampoco estaba convencido de lo que sí creía entender. Pero me aliviaba saber que las larvas estaban cerca, en un sitio a mano al que podía visitar cuantas veces quisiera.

Esa orilla de la laguna siempre fue especial para mí. Todavía me gusta quedarme allí, cuando logro desprenderme de la garra del mundo. Cierro los ojos, oigo la brisa silbar entre las cañas y me pregunto si es así como suena mi mamá cuando tiene razón.

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