Kamchatka

Kamchatka


Cuarta hora: Astronomía » 67. La abuela tiene una máquina del tiempo

Página 76 de 94

6

7

.

L

a

a

b

u

e

l

a

t

i

e

n

e

u

n

a

m

á

q

u

i

n

a

d

e

l

t

i

e

m

p

o

A media tarde, el calor nos hizo creer que el sol se había equivocado de estación. Estábamos mal equipados para tal contingencia: lo más liviano que mamá me había llevado en materia de ropa era la camisa de franela a cuadros que ya vestía. Pero la abuela dijo tener ropa vieja de papá que me podía servir, alguna camiseta de manga corta, alguna bermuda, cualquier cosa que fuese más ligera que mi disfraz de leñador. Me pidió entonces que la acompañase al cuarto de papá, que mantenía cerrado para que no quedase expuesto a los talentos desintegradores del Enano. El cuarto de papá era un universo en miniatura; un agujero negro lo habría dañado de forma irreparable.

A pesar del encierro, la habitación olía a limpio. Se ve que la abuela la ventilaba seguido. El telescopio de papá seguía armado junto a la ventana. La cama estaba hecha con sábanas y todo. En la pared de la cabecera había banderines clavados con chinches, recuerdos de clubes deportivos de la zona y de esos grupos filantrópicos que se usaban entonces, el Rotary, el Club de Leones. A un costado había una pequeña biblioteca, que albergaba buena parte de la colección Robin Hood; por esos milagros editoriales del país de otras épocas, papá y yo habíamos leído exactamente los mismos libros. El

Copperfield traducido por una señora paqueta llamada María Nélida Bourguet de Ruiz, por ejemplo, del que papá tenía una segunda edición que databa de 1945 y que compró en 1950, si había que guiarse por el nombre y la fecha que escribió en la portada con su letra de niño.

Sobre el escritorio descubrí un batallón completo de soldaditos de metal, cargando contra un enemigo invisible. En la estantería colocada a la altura de la cabeza había una colección de autitos cuyo tamaño y detalle humillaban a mis Matchbox, una serie de aviones armados a mano y un velero rojo cuya vela terminaba a palmo del techo.

«Está todo igual», dije yo, mientras la abuela hurgaba dentro del placard.

«Igual igual.»

«Podrías haber sacado todo y hacerte un cuarto para vos», dije yo, inspirado por la abuela Matilde, que metió en cajas todas las cosas de mamá y usó su viejo cuarto para desplegar

souvenirs de sus viajes, sombreros, mantillas y muñecas. (La más vistosa era una bailaora, cuyo vestido tenía una cola de un metro de largo.)

«¿Y para qué quiero otro cuarto?», dijo la abuela, siempre práctica. «A ver, probate esto.»

Me dio una camiseta y una bermuda. Apestaban a naftalina, pero estaban limpias y se veían casi nuevas. Resultaba extraño imaginar a papá de ese tamaño.

«¿Lo extrañás mucho?», pregunté mientras me quitaba la camisa.

«¿A tu padre? Claro que lo extraño. Pero no me la paso llorando por los rincones, si es lo que querés saber. No puedo tener más de lo que tuve. Y no necesito nada que ya no tenga. Aunque me gustaría verlos más seguido. ¿Viste que te iba a quedar bien? Probate la bermuda.»

«Podés armar un cuarto de juegos», dije yo, que no veía con malos ojos la posibilidad de que la abuela llenase cajas con las cosas de papá… y me las diese.

«Ya lo es. Para mí es una máquina del tiempo», dijo la abuela, mientras abría bien la puerta del placard para que pudiese verme en el espejo. «Cada vez que entro a limpiar, me quedo enganchada con algo… cualquier cosa, una de esas fotos, un cuaderno del colegio, una camisa… y es como si viviese otra vez ese momento. Casi puedo oír a tu papá, con su voz de antes, claro, a los gritos por el pasillo, reclamándome algo, la leche, ropa limpia, lo que sea.»

«Con mamá hace lo mismo. Pero mamá no le da bola.»

«Muy bien hecho. Algunas cosas cambiaron para bien.»

La abuela se puso a mis espaldas, para verme también en el espejo. Lo que vio le gustó, a excepción de mi pelo, que trató en vano de doblegar con sus dedos.

«Otras cosas no. Ahora hacen todo de una calidad pésima, para que se rompa enseguida y estés obligada a comprarlo otra vez. ¿Vos te creés que una camiseta de ahora aguantaría tanto tiempo? Esa es la ventaja de los buenos recuerdos. ¡Que no se gastan con el uso! Y además no ocupan lugar. Y lo más importante», dijo la abuela, dándome un beso en la oreja que me dejó medio sordo, «¡es que nadie te los puede robar!».

Ir a la siguiente página

Report Page