Kamchatka

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Cuarta hora: Astronomía » 69. Donde hago de espía y oigo lo que no debo

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La cena transcurrió sin tropiezos. Papá había cedido su persona habitual a una versión apagada de sí mismo, peltre en lugar de plata; hasta el abuelo pareció sorprenderse de que no respondiese a un par de comentarios suyos que invitaban al sarcasmo. Creo que a excepción del Enano, que se escapaba todo el tiempo de la mesa para tostar trozos de pan en el fuego de la chimenea, todos percibimos el ánimo de papá, o más bien su falta de él. A la hora de la fruta la tensión se había vuelto tan hipnótica que yo no podía apartar los ojos de sus manos, ahora pelan una manzana, ahora echan soda al vino, ahora hacen bolitas con las migas, tratando de descubrir si sus meñiques todavía eran flexibles, si seguía siendo papá o si había sido reemplazado por un doble que podía imitar su forma, pero nunca su espíritu.

La abuela empezó a levantar la mesa. Mamá se levantó también, y mientras juntaba todas las cáscaras en un solo plato me hizo el gesto convenido. La primera parte de mi misión demandaba reclutar al Enano y arrastrarlo para la cocina. Fue más complicado de lo previsto, porque a esa altura el Enano había descubierto que podía armar muñequitos con las migas de papá y unos escarbadientes y estaba embarcado en un proceso judicial histórico.

«¡Dejame terminar!», protestó a mis tironeos. «¡Estoy fabricando a Juana de Arco!»

«Quemala después. ¡Tenemos que traer la torta!»

La idea era que encabezáramos la marcha que culminaría con la torta del abuelo, llevando la voz cantante en el Feliz Cumpleaños. Cuando irrumpimos en la cocina, mamá y la abuela estaban prendiendo las velitas a cuatro manos.

«Siempre hacen falta profesores. No te digo para siempre, pero por un tiempo podría ser una solución. El tema está en que se lo digas vos. Si se lo digo yo no me va a registrar, siquiera. Y si se lo dice el padre, arde Troya. Vos sabés cómo son. ¡Tal para cual!», decía la abuela, consumiendo fósforos a lo loco.

«¿Puedo prender, yo?»

«¿Puedo prender, yo?», repitió el Enano.

«¡No!», dijo mamá, y después siguió hablando con la abuela como si nada. «Es la única forma en la que saben relacionarse. A lo bruto. ¿Sabe lo que es convivir con tres varones?»

Traté de meter un dedo en el merengue de la torta, pero mamá me clavó la caja de fósforos en la cabeza.

«Quedate en la puerta del

living», me dijo, «y cuando yo te hago señas desde acá, apagá la luz».

«¡Hay que apagar el fuego, también, para que no ilumine!», dijo el Enano, dispuesto a cualquier cosa con tal de salvar a Juana de Arco.

«Vos tené cuidado con la chimenea», dijo la abuela, encendiendo otro fósforo. «¿No sabés que los chicos que juegan con fuego se hacen pis en la cama?»

El Enano se quedó mudo. ¿Era vidente la abuela?

Obedecí la consigna de mamá y me quedé en la puerta del

living, como vigía. Papá y el abuelo conversaban con voz apagada.

«Ya sé que está difícil», decía papá, con un tono de abatimiento que no le conocía. «¿Cómo no lo voy a saber? Cae gente todos los días. Pero queremos estar juntos, mientras se pueda. Los cuatro. ¿Es tan difícil de entender?»

Un chistido desde la cocina me llamó al orden. Mamá me hacía su seña; apenas por detrás estaba la abuela, la cara encendida, casi de cera. Más que una torta, parecía una pira.

Apagué la luz y empezamos a cantar.

Mamá quiso sacarnos una foto a los cuatro varones, pero se negaba a disparar mientras papá no cambiase su cara de momia. Estaba tan decidida a modificar su ánimo, que hasta le hizo la seña secreta con el puño cerrado que ella recibía tan a menudo, para indicarle que era él, esta vez, quien se estaba comportando como La Roca.

«El abuelo me está enseñando a manejar el tractor», dije yo, decidido a ayudar.

«Decile al abuelo que está loco», respondió papá.

«Eso es lo que dijo que vos ibas a decir. Y me dijo, decile que él aprendió cuando tenía un año menos que vos.»

Papá sonrió, atrapado. Y mamá obtuvo su foto.

Flash.

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