Kamchatka

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Quinta hora: Historia » 73. Sobre las mejores historias

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Las mejores historias son las que nos seducen de niños y crecen con nosotros, ofreciendo nuevos sentidos con cada relectura. (Se hacen nuevas cada vez; ergo, nunca terminan.) Como las canciones de Los Beatles, que empiezan seduciendo con los yeah yeah yeah de

She Loves You y nos conducen con delicadeza, respetando nuestra evolución, hasta ofrecernos la posibilidad de contemplar la inmensidad del tiempo toda a la vez, mientras suena la orquesta de

Un día en la vida. (Los Beatles tampoco terminan. Es cierto que en la tapa de su último disco figura que la canción de cierre se llama

The End, esa en la que dicen que, al final, uno recibe un amor equivalente al que ha dado, pero es mentira que sea la última porque después viene otra que no figura en la lista, una canción escondida y cortita en la que Paul dice que Su Majestad es una chica bonita y que un día la va a hacer suya.)

Tengo muchas historias favoritas, pero la del rey Arturo ocupa un sitial de honor. Supongo que su primer encanto fue el más obvio: me gustaban las armaduras, la noción igualitaria de la Mesa Redonda, el ideal romántico de sus caballeros y la búsqueda del Santo Grial, la copa en que Cristo bebió durante la Última Cena. Siempre fue una mezcla perfecta de aventura épica y de búsqueda espiritual. A medida que crecí, las versiones infantiles del cuento quedaron atrás y fue tiempo de leer las fuentes originales: Geoffrey de Monmouth y su

Historia de los reyes de Bretaña, sir Thomas Malory y

Le Morte d’Arthur, el ciclo del Grial, poemas como

Sir Gawain and the Green Knight. Crecer es, en buena medida, lidiar con las contradicciones. Aprendí entonces que un hombre como Arturo podía tener la mejor de las intenciones y a la vez ser mezquino, carnal y egoísta. Arturo cometía incesto, asesinaba a niños inocentes y olvidaba el bien común, obnubilado por su pena privada.

Pero la parte que más me marcó fue siempre el final. Sir Bedevere ayuda al moribundo Arturo a subir a una barca en la que viajan mujeres vestidas de negro, entre las cuales hay tres reinas: su hermana Morgan Le Fay, la Reina de Gales del Norte y la Reina de las Tierras Baldías. Las acompaña Nimué, la Dama del Lago. Ante el llanto de Bedevere, Arturo le dice que irá al valle de Avalón a curarse de sus tremendas heridas. La barca se pierde en el lago. Al día siguiente Bedevere se encuentra con un ermitaño que reza sobre una tumba nueva. Le pregunta quién yace allí. El ermitaño responde que un hombre al que unas mujeres le pidieron que enterrase. Bedevere supone que se trata de Arturo y decide quedarse a vivir allí, orando y ayunando.

Malory da cuenta entonces de las versiones según las cuales Arturo no murió, y volverá cuando llegue el momento. Según refiere, le han contado que en su tumba dice

Aquí yace Arturo, aquel que fue y que volverá a ser rey. Pero como nadie lo vio muerto ni encontró dicha tumba, nadie puede dar fe de su final. Malory se abstiene de pronunciarse a favor del eventual regreso: «No diré que volverá, pero diré, en cambio, que en este mundo cambió su vida».

Ahora creo, con Malory, que no hay nada más esperanzador que la historia de un hombre que logró cambiar su vida; en este mundo oscuro donde aseguran que nadie puede cambiar, no encuentro nada más épico. Ya en 1837, Ralph Waldo Emerson protestaba contra los profetas de la resignación: «Es una noción malévola aquella según la cual hemos llegado tarde a la naturaleza; que el mundo ha sido terminado hace ya mucho tiempo». El mundo todavía no ha sido terminado. Faltan cinco mil millones de años, cuanto menos. Por eso me sublevan los que dicen que todas las historias ya han sido contadas, condenando el acto de la creación a ser la mera repetición de algo que otro ya ha hecho antes y mejor, o a trabajar en las entrelíneas, con las sobras de su banquete. Es un pensamiento tan reaccionario como decir que todas las vidas ya han sido vividas, lo cual nos convierte en hombres de segunda, imitadores de vidas prestadas, nos quita el mérito y la esperanza y vuelve inútiles nuestras pasiones. Nuestras vidas no son menores que otras vidas. Por el contrario, nuestras vidas se asoman sobre el horizonte de las vidas pasadas, las vidas que ya dejaron de ser biología para convertirse en historia, las vidas que nos abrieron camino hacia este presente, que en este sentido es mayor que todo el pasado; vidas que, al igual que ciertas especies, fueron un puente entre lo que fue y lo que es, permitiéndonos el tránsito, el paso sobre el abismo, la coronación de una montaña que es más alta que todas las previas —pero nunca la última.

Existe esa frase que, para subrayar la íntima vinculación entre los fenómenos de la naturaleza, dice que el aletear de una mariposa puede iniciar una cadena de actos que culminen con un temblor en un punto distante del planeta. Si le concedemos a la mariposa semejante poder, ¿cuánto más poder tendrá un hombre que, adueñándose de la vida cuyo control otros pretenden, cambia su existencia para mejor? ¿Qué clase de temblores producirá ese cambio, en aquellos que tiene cerca y hasta en el punto más distante del planeta? Por eso creo, con Malory, que es suficiente con que Arturo haya hecho buen uso de su oportunidad para la redención. Pero de chico quise más la versión fantástica de la historia, la que pintaba a Arturo en Avalón, restañando sus heridas y esperando el momento de volver a su tierra.

Durante muchos años, Kamchatka fue mi Avalón.

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